Como no me había ido, no voy a decir que he vuelto. Tampoco voy a decir que no tenía nada que contar, porque como ya os imagináis todos, eso en mi caso, nunca es cierto. Lo que no he tenido han sido las energías necesarias para sentarme frente al ordenador a escribir y escribir y escribir, que he pasado una temporadilla un poco mermada… Así que me he ido apañando con los tropocientos cuadernos y libretillas que viven en la cabecera de mi cama y con los oídos prestos del pobre Inti que han llegado a sangrar y varias veces. Y con los de mis amigas y hermana, que también han supurado un poco (es que ellas llevan mucho más años entrenando).
Pero esta mañana dominguera de no hacer nada, que viene a prolongar mi sábado de hacer más de lo mismo, me he encontrado plantada con una cuestión requeteíntima digna de debate que planteaban Mónica Unhinged y Andreílla: PEDIR PRESTADAS UNAS BRAGAS, hete aquí qué cuestión, y aun más, el riesgo de que vayan y te las dejen.
Debo confesar, Andreílla que como bien sospecha Mónica, yo sí soy de esas que las prestan. De hecho me ocurrió una vez un evento curioso que guarda relación.
Yo había acudido a la casa familiar del Inti a solazarme con un ágape gallego de celebración por el nacimiento del único retoño infantil del clan, único y esperadísimo nieto de la Madre Matriarca y sobrino del resto. La casa familiar del Inti es un Gineceo como la mía propia, solo que mucho más numeroso. En aquella ocasión estábamos sentadas a la mesa las cuatro hermanas del Inti, la Madre Matriarca del mismo (en adelante y por abreviar MM), una amiga de la MM, una hija de la amiga de la MM, Mari, nuestra asistenta personal de todas las casas del círculo Inti, que es una mujer multiusos que nos tiene los hogares como patenas, nos abastece de chorizos leoneses oriundos de matanza casera y nos regala con conversaciones que jamás tienen fin (cuando ella y yo enganchamos hebra telefónica anochece y amanece varias veces). Y el Noveno Elemento sentada a la mesa que era yo misma. Por si no lo habéis observado, no había ni un solo culo de hombre, en varios kilómetros de sillas a la redonda.
En aquel ambiente distendido, íntimo y femenino estábamos todas, con Mari, que sospecho yo que es hiperactiva, entrando y saliendo de todas las puertas (de algunas incluso a la vez) llevando y trayendo cosas, poniendo y quitándolas de varios lados y volviéndolas a reponer. Y una de las cosas que nos puso sobre la mesa justo entre la sopera con sopa y la fuente con lomo en aceite, y entre los entrantes y el primero, fueron unas monísimas microbragas de color fucsia, con la siguiente pregunta flotando cual parapente en el aire “¿bueno y ahora que estáis todas, vamos a ver de quien son?”. Porque las bragas en cuestión llevaban días girando como el libro de un bookcroser de mesa en mesa y cama en cama, de habitación en habitación por todo el ecosistema Inti sin que nadie se hiciera responsable de ellas ni las guiñara disimuladamente un ojo. De ese modo todo visitante del retoño recién nacido, miembro de parentela o vecino raso, el instalador del gas que revisa calderas e incluso el fontanero que fuera a tapar un poro de la tubería de la ducha que fuga, todos sin excepción habían podido regalarse con la presencia de las bragas, algunos incluso varias veces y en distintos emplazamientos.
Allí ninguna estábamos excluidas por descarte. Ni la MM ni su amiga porque la intimidad es muy íntima y dentro de ese ámbito sucede de todo (que ya os lo digo yo que lo he visto y varias veces). Pero ellas liquidaron pronto la responsabilidad por una cuestión de tallas y relajadas sacaron una caja de bombones, se recostaron en sus asientos, bien dispuestas al buen ratito de la observancia. Yo debo decir que aquí Mari desechó muy rápido esta posibilidad, muy a la ligera en mi opinión, porque si hay algo que permite la libertad absoluta de tallas incluyendo las micromínimas, es la lencería, y si no observad a las brasileñas de imponentes culos (también conocidos como “buyangas”) e invisibles microtangas. Yo sigo pensando que habría que haber tirado un poco más de ese hilo, pero en fin: no dirigía yo la investigación…
La hermana Uno dijo que ni de coña, que ella era una parturienta reciente y que ya le gustaría poder usar esas prenditas, pero que no recordaba la última vez que había portado algo distinto de la braga faja reductora sujetante y funcional y que solo con mirarla se la estiraban los puntos. Y las demás nos sobrecogimos un poco en nuestra anatomía íntima y no lo dudamos ni un poquito. La hija de la amiga se hizo la loca porque ella hacía años que no pisaba por aquella casa, y se comió un bombón. Y ya quedábamos cinco sospechosas. Mari estaba fuera de cuestión, con sus brazos en jarras y su mirada inquisitora. Sólo cuatro. La hermana Dos dijo que a ella no la miraran, que ella de perderlas, las pierde en otras plazas, y todas asentimos con la cabeza. Quedábamos tres. La hemana Tres y la hermana Cuatro dijeron que mía no, que mía tampoco, y resultaba creíble que ambas lo tuvieran claro, porque son las dos residentes habituales de aquella casa y las que más tiempo llevaban viendo derivar las bragas de plaza en plaza sin nadie que las reclamara. Así que tras un breve rato de marear esa perdiz, y súbitamente y sin aviso, se callaron todas y giraron sus caras y sus vistas hacia mi, que permanecía ajena en casa ajena entregada al deleite del exquisito caldo gallego. Yo que podía sentir los dieciséis ojos (que son muchos) pegados sobre mi misma, levanté mi vista del plato, con mi cuchara suspendida en el aire, sin saber a quien mirar ni si dejar abierta o cerrada la boca, concentrada en recordar si había tragado ya o podía escurrírseme el caldo por las comisuras.
Mari rompió la tensión y el silencio, y enarbolando su dedo índice contra mi, me espetó desafiante: “pues ya está claro, son tuyas”. Yo tragué, porque sí se me estaba escurriendo un poco el caldo, y no acerté al decir un “oye que no, no es lo que parece que yo tengo casa propia” nada creíble, porque la verdad es que yo no tenía ningún buen argumento que me excluyera de culpa y porque todas saben de mi absoluta falta de escrúpulos a la hora de prestar todo lo mío sin excepción (que una es generosa, sin más, y que yo sepa eso nunca ha sido malo).
El Auto de la Jueza Mari concluyo que los hechos habían sido los que siguen: un día D una hermana H, con altas probabilidades de que fuera la Dos había acudido a mi casa como tantas otras veces, dispuesta a una relajada (o no) cuchipandi. En el fragor de la cerveza la cosa se habría ido liando y avanzando la hora de la madrugada, la hermana H (probablemente la Dos, pero sin descartar tampoco a la Tres) habría sentido pereza para regresar de nuevo a su hogar materno. Empujada por la modorra y por la torpeza de los efectos etílicos (por no decir impedida) habría concluido que lo mejor era quedarse a dormir en mi casa, no siendo esa tampoco la primera vez. Que por la mañana, tras despertarse y desperezarse, y muy probablemente tras tomarse un Resalim empujada por el malestar corporal al que llevan los excesos, habría decidido darse una ducha. Que limpia y fresquita como se queda una después de ese aseo, no habría sentido ganas de revestirse con su ropa usada el día anterior, más que probablemente apestante a tabaco y con alguna que otra mancha de licor, como ella misma, la propia Mari había podido observar sienes y sienes de veces, (“que si vosotras tuvierais que sacar la Coca Cola de la ropa cogeríais la copa con otra firmeza” añadió). Que la hermana H (fuera la que fuera) habría tomado prestadas prendas limpias de mi propio armario para cubrirse con ellas. Que dados mis pocos escrúpulos para la cosa Íntima (y pongo la mayúscula porque no conseguí detectar si lo decía con segundas o con primeras) y mi facilidad para prestarlo todo, yo habría prestado hasta las bragas (como ella sabía más que de sobra pues no era la primera vez que ocurría, y argumentó con un deje innecesariamente agresivo para mi gusto, que la hermana Dos posee un culot blanco con circulitos de colores que si bien ahora son suyas antes me pertenecieron a mi), y que tras la exposición de las evidencias solo podía concluirse que aquellas bragas no reclamadas eran mías y punto.
Se utilizó también en mi contra el agravante aquel de que a mi me pirre la lencería y tenga una colección bien nutrida de conjuntitos monísimos y de lo más sexys todos ellos, y que le pareciera imposible que ante tanta braga yo pudiera reconocer con precisión cual es la mía y cual no. No se le ocurrió pensar que yo pudiera verlas a todas como a hijos, que podrán ser mil como los de San Luís, pero únicos y diferentes cada uno para su madre. No, eso no lo pensó.
Ya nada sirvió de de nada: ni que yo alegara que mis bragas todas tienen mil puntillas y lacitos y estampados y seditas y que aquellas eran de licra y con un color liso sin más. Ni que a mi me importen tanto mis bragas que no suelo perderlas fácilmente y que en el peregrino caso de que yo aceptara que eso puede ocurrir (que oye, muchísimas cosas más raras también son posibles) yo sí sé perfectamente cual es el miembro que cursa baja, y que hasta le lloro amargamente, y que después de reponerme, concentro bastante energía propia en intentar recuperarlas, porque hasta la fecha siempre he conseguido recordar donde las pierdo.
Pues que si quieres arroz catalina. Que Mari me plantó las bragas al lado del plato y yo me volví a casa con las propias de uso puestas y otras ajenas metiditas en mi bolso, que a fecha de hoy sigo sin saber qué culo han resguardado. Yo por aquello de continuar un poco con la investigación y de hacer justicia de verdad de la buena, las saqué a colación un día en que el Inti y yo estábamos cenando repantingados en el sofá y las planté frente a sus ojos preguntándole si eran suyas (por aquello de no descartar nada ni a nadie con eso de que la intimidad es muy íntima y reservada y privada…), pero el me miró con cara de “que yo sepa no” y siguió masticando. Yo volví a guardarlas sin insistir más en el tema, sabiendo que él no miente ni siquiera en eso y porque ya había sospechado yo que eran demasiado finas para él, preguntándome por dentro si no sería también posible que los Peperos tuvieran razón con su teoría de la conspiración…
Desde entonces tengo en mi dormitorio un cajón para visitantes, que es ese donde voy guardando las cositas que utilizan los seres queridos que me frecuentan durante más de veinticuatro horas seguidas y con cierta reincidencia: camisetas y calzoncillos que va dejando el Inti, sus calcetines, negros como tizones cuando llegan a mi casa y que se reconvierten en blancos inmaculados tras pasar por mi colada con lejía, un pijama de usos múltiples y un blister de bragas de algodón, estampadas y funcionales con su puntillita y su canesú y que están nuevitas y a estrenar por toda amiga que se queda a dormir en mi casa sin el requerimiento de que me las devuelvan. Y aquí descansan ahora, a la espera de una nueva vida excitante, al ladito de las misteriosas bragas fucsias.
P.D.: Dedicado a Mónica y a Andreílla, culpables de que después de meses vuelva a colgar un post (Ja! Riéte de las elevadas motivaciones para escribir de Philip Roth en el hotel de Braga, digo Praga).
domingo, 23 de marzo de 2008
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