¿Habéis visto esas cortinillas del canal Cuatro en las que se cuentan los minideseos de gente?. Yo sí, y ya que se da la circunstancia de que de deseos ando sobrada, y además de todas las tallas, desde la maxi, hasta la mini, aprovecho este forillo con todo el morro, para dar salida a uno que me corroe por estas fechas.
Allá va:
Señores fabricantes de juguetes, señores administradores de la Marvel, por favor, por caridad, un poquito de dignidad a la hora de hacer dinero. Dejen de jugar con las ilusiones de los adultos y en adelante, cuando diseñen sus herramientas para materializar vilmente las ilusiones de los niños, tengan en cuenta las de sus padres: No pueden ustedes imaginar, elaborar y poner en las estanterías de los supermercados muñequitos de peluche cabezones que mal simulan viriles, fornidos, agerridos y siempre valientes Spidermans, cantando canciones infantiles del pelo de "En la granja de Pepito, ia, ia, ó". Resulta denigrante e insufrible y yo personalmente ando todavía reponiéndome del shock de este descubrimento, que aun no soy capaz de mirar a los ojos a mi Spider de mi mesilla de la izquierda sin sentir cierto prurito de vergüenza ajena. Pues hala, ya está dicho.
Y para que la cosa no quede breve, que ya sabeis mi fobia a los espacios en blanco, aquí añado un par de frases míticas de la película a Good Wooman, (la disfruté el otro día mientras sesteaba en mi sofá):
- "Si siempre nos guiamos por las opiniones ajenas, ¿para qué tenemos las propias?". Helen Hunt la pérfida bala perdida a la cándida e ingenua Scarlett Johanson.
- "..Y he aquí un ejemplo del triunfo de la esperanza sobre la experiencia" (afortunadamente, añado yo). Lord Cínico y Añoso Forrado 1 a Lord Cínico y Añoso Forrado 2, cuando este último le comunica al primero su intención de contraer nupcias con la esplénida y deseada Helent Hunt, propietaria de tan sólo dos únicos bienes: una total desvergüenza y una reputación imperdonable.
Y os dejó aquí otra cuestión que me tiene intrigada, a ver si es posible que alguien ilumine la oscuridad de esta duda en la que me hallo inmergida:
- Si todo el mundo está de acuerdo en afirmar que la práctica del sexo acarrea beneficiosos efectos sobre el cutis, que se relaja, suaviza y tersa, ¿por qué las féminas practicantes de órdenes religiosas (monjas), célibes ellas, tienen todas cutis finos finísimos como el caolín?.
Que Felices Fiestas a todos, y hala, a beber con moderación, que vale que sólo uno mismo es responsable y víctima de sus propios ridículos, pero que un poquito de consideración con las buenas personas dispuesta a arrastrar a dichos propietarios titulares hasta sus casas y hacer lo imposible por sacarles del coma profundo, que los que no bebemos, aunque sea por prescripción médica, a estas alturas andamos pelín perplejos, amén de extenuados de conducir a las tantas mil por las desiertas calles de Madrid (me cachis con el "hoy por tí...", ¡el día que llegue mañana va os vais a enterar todos!).
P.D.: ¿Habéis visto? ¡POR FIN HE SIDO BREVE!
miércoles, 26 de diciembre de 2007
lunes, 24 de diciembre de 2007
OTRO AÑO MÁS, EN ESTAS FECHAS, LA REINA Y YO...
Ya estamos en capilla, hoy es la noche N, ya hemos perdido a la lotería como cada año, comido todas las comidas de grupo, bebido todo lo bebible (yo sin alcohol, que resulta que es mucho más dañino que el con, porque me diréis que otro líquido se puede consumir sin reventar durante doce horas continuadas, que yo todavía ando eructando el sarao de hace dos días), y ya estamos todo lo preparados que podemos, con todas la gestiones preceptivas hechas bien dispuestos para la celebración de marras.
Yo este año celebro las fiestas en recogimiento y familia (porque Noche Vieja es otra cosa) con mi niña a mi vera como novedad (el año pasado mi niña las celebró a la vera paterna y yo a la irlandesa) y se me ha contagiado la ilusión de sus ojitos infantiles convencida de que los niños lo viven de otra manera. Así que ingenua, con mis ideas preconcebidas sobre la paz y la ilusión que inundan los corazones de los niños, me he convertido en otra para disfrutar desde la nueva perspectiva estas celebraciones que a mis treinta y tantos ya me pillan un pelín trillada y descreída. Hasta me he comprado un metrobús para inmergirme en la ciudad (que resulta impracticable con coche en estas fechas) y no perderme ni una lucecita, ni un cortilandia ni un nada de nada. Y debo deciros que hoy os escribo desde la cama, agotada, intentando reponerme para la fecha señalada porque los preparativos y mi tratamiento hormonal han estado casi a punto de acabar conmigo y dejarme fuera de juego para el cocktail de gambas, el canapé y el marisquiño.
Primero diré que, creo, sospecho, intuyo, que los niños del mundo son mucho más listos de lo que nosotros pensamos, y que ya no es que sepan todos que los Reyes son los padres (¿sería más preciso decir las madres?), es que les importa menos que cero quienes ejecuten el reparto de regalitos sobre los zapatos, lo que quieren son el Arca de Noé de Play Móvil en la fecha pactada, a la hora pactada en el lugar de entrega establecido. Punto. Porque claro, ¿cuantas veces al año le caen a un niño de golpe y porque sí, una media que va desde cuatro hasta tropocientos regalos, todos juntos y de importe superior cada uno a los sesenta eurazos?. Pues una o ninguna. ¡Como para ponerse exquisito con el nombre del dealer!. Si diré que, por si acaso y esta es toda una señal de inteligencia, mi niña últimamente anda prestando exquisita atención a todos los vejetes venerables miembros de esa prolífica generación que es la tercera edad, sobre todo a aquellos que portan luengas barbas, (lo que reduce la población casi exclusivamente a los excluidos sociales, que tanto pululan en los pórticos de los centros comerciales de obligado cumplimiento en estos días; y al Inti que no se en que momento se ha hecho muy mayor y que además últimamente ha dejado de afeitarse, no sé, le miro y últimamente se me da un aire al difunto Fernán Gomez, ¡qué caprichoso el subconsciente!). Y ella los mira, y me mira, y los mira, y me pregunta si no les daríamos algo, como mil euros, porque debe de andar acongojada pensando que ya pueden ser buenos magos ya, y desprendidos, porque si no, como que no le salen las cuentas. También anda interpelando a todo quisqui que se encuentra por la calle, y esto no es lo nuevo, porque ella siempre ha sido de lo más sociable, lo que es nuevo es que ha cambiado su saludo estándar de “hola” por otro de “Felices Fiestas” que me está haciendo pensar si no debería pedirle a Gallardón que me la subvencione, porque parece elemento propio de la campaña navideña puesta por el ayuntamiento.
En fin que estos mis nuevos ojos y voluntad me han hecho apreciar las cosas desde otra perspectiva, y también introducirme en un mundo al que hasta ahora no había prestado la suficiente atención. Así por ejemplo soy capaz de establecer un ranking de los peores trabajos del mundo por estas fechas.
Por ejemplo el viernes pasado, día veintiuno y de entrega de libertad condicional a todos los retoños del mundo para disfrutar de sus veinte días de vacaciones, mi hermana y yo, nos levantamos temprano para ultimar las gestiones tales que una infante de seis, casi siete años, no puede percibir en directo. Tras dejarla en el colegio hecha un pincho para asistir a su sarao (algo así como la comida de empresa o colegas, en versión infantil, concertada y pija), nos dirigimos prestas al Corte Inglés, sección perfumería, a liquidar las gestiones destinadas a los elementos femeninos de más edad de nuestra troupe familiar. Allí tras aguantar horas de cola, empezamos a compadecernos de las señoritas impecablemente maquilladas y sonrientes que nos rociaban una y otra vez con todos los aromas del amor y el lujo con las que las firmas de relumbrón orean al mundo entero. Las que no portaban los tarros de las esencias, escuchaban pacientes y mostraban y mostraban distintas versiones con distintas formas y poquitas variaciones del mismo líquido. Y luego lo guardaban, y luego lo envolvían con tanta delicadeza y parsimonia, que unas ochocientas veces vine a recordar yo al dependiente Mr. Beam de la película Love Actually. Cuando finalmente ponían la pegatina “Felices Fiestas El Corte Inglés” lo que fuera que una (no existían los unos en esta planta, qué cosas) hubiera adquirido se había transformado en una obra de arte, digno atrezo de cualquier película fina. Esto lo liquidamos. Y nos fuimos al Carrefour, pensando yo ingenua, que qué trabajo tan sacrificado el de dependienta amable del Corte Inglés.
Pero el Carrefour si resultó dantesco. Allí fuimos a liquidar el asunto paterno, único miembro masculino de mi familia (porque mi gato no cuenta, que no es de sangre). Descubrí anonadada que este año los jamones buenos traen una especie de funda que parece de raqueta, con sus asas y todo que te permiten portarlos con toda comodidad. A lo mejor este accesorio no es nuevo, pero es que ya me gustaría a mi estar mucho más documentada sobre el apasionante mundo del cinco jotas, que hete aquí que lamentablemente no es el caso. En fin, en el Carrefour y para no sufrir más de lo necesario, nos dirigimos al tiro hecho: a la planta de informática para agenciarnos una mochila porta portátil. Quedaban tres, dos fosforitas y una de discretos tonos negros. Conteniendo mis impulsos, nos hicimos con esta, más apropiada para una reunión de empresa de un gestor comercial respetable, que no sé por qué razón, las otras. El objeto en cuestión carecía de funda, bolsa ni etiquetas, pero no nos importó, porque la cosa está chunga este año en el tema mochilas de portátil y hasta se habían acabado en el CI, no estábamos como para poner demasiadas pegas. Fuimos a caja, casi nos dormimos mientras esperábamos a que nos tocara. Nos tocó. Y no podían cobrarla porque carecía de código de barras. La majísima cajera llamó a la encargada de línea de cajas, en sus patines ella, que con muy buena disposición intentó localizar al “informático”. Ella hablaba por el intercom, y nada, respondían de todas partes pero no del departamento solicitado. Tres cuartos de hora después yo había subido a planta, había localizado una fosforita, idéntico modelo con diferente color, la patinadora había deducido que los precios eran distintos, el informático seguía sin aparecer, la cola de la caja de nuestra amable cajera andaba prácticamente organizada para montar el piquete y estaban a punto de localizar una valla de obra para tirarla sobre la cinta transportadora. Cuando la sangre estaba en un tris de llegar al río, solo entonces, es cuando apareció el informático que confirmó que sí, que la de colores discretos era más cara y desapareció con la excusa de ir a buscar la referencia del producto. Otro cuarto de hora después, cuando yo misma, que ya sí que sí me he convertido en la persona más zen del mundo, estaba al borde del colapso con los ojos inyectados en sangre, reapareció el informático, con unos genitales que yo juzgué del tamaño de los del mítico caballo de Espartero, porque no llevaba escolta ni nada, tiró el papelote sobre la caja y con las mismas se piró. La cajera pasó el código por el lector, apareció el mismo precio de la móchila fosforita, y hala, nos fuimos espitadas mi hermana y yo hacia el coche porque ya llegábamos tarde a la entrega de retoños en el colegio de mi hija. Pero este trabajo si que me pareció chungo, chungo y no el del Corte Inglés que de pronto parecía un balneario.
Ignorantes a los avisos de radar y a las límitaciones de velocidad que están puestas de espaldas al pueblo, sobre todo en las vías circundantes a los colegios, donde son más reducidas que en otras calles, como si no supieran que los coches con niños llegan siempre más tarde que los que solo llevan adultos, pilotando la menda misma como si fuera una Raikonen al volante de un taxi camino de un aeropuerto, llegamos no solo en hora si no que un poquito antes, cuando las puertas aun estaban cerradas y los padres y abuelos (que proliferan mucho más en estas fechas) parecíamos un toro resabiado astillando el asta contra la puerta de toriles. El pobre bedel observaba desde la puerta acristalada tragando saliva, calándose la montera, mordiendo el piquito de la muleta y reuniendo todo el valor del mundo para acercarse hasta la verja y abrirla. Finalmente, encomendándose a la virgen y a todos los santos, procedió, culminó la faena y hala, todos recogimos a nuestros herederos que salían cuajaditos de trabajos manuales, regalos del amigo invisible y llenitos de morgueras por el turrón de chocolate.
Nosotras, originales como todos, decidimos que ya que era el primer día de vacaciones, y ya que mi niña estaba de fiesta por vacaciones, y sobre todo también, ya que era la hora que era, que estábamos derrengadas y que no teníamos ni pizca de ganas de trabajar ni un poquito más, nos íbamos al Burguer King (al McDonalds tardaré en volver, tan infausto es mi recuerdo) y liquidábamos el asunto vianda. ERROR, desde aquí os lo digo, EL PEOR ERROR DEL MUNDO.
Resulta que el día veintiuno no solo dan las vacaciones a los niños infantes, no, también a los adolescentes, y como Gallardón a cerrado ese lúdico templo de recreo que es la Plaza Mayor al tráfico de adolescentes, y ha puesto a toda la policía municipal controlando el no ejercicio de botellón, ¿pues donde estaban todos? ¿eh? ¿Dónde?. En el Burguer King de la calle Goya, que desde aquí ya reivindico yo la vuelta del botellón y del destrozo de mobiliario urbano como doble favor a los ciudadanos de cierta edad de estos madriles. Por cierto. Yo vivo en un barrio de los que se dice popular, aquí las adolescentes visten todas como Bratz, que yo creo que más o menos ya imagináis todos como es eso. Pero resulta que existe otro modelo en los barrios pijos, que es el Charlotte Casiraghi (excusas, ahora mismo no ubico bien la hache y no tengo ganas de documentarme para una chorradilla así). El Burguer King estaba a revosar de Carlotas y de Andreas, todos ellos en a fila de a uno y pidiendo a razón de a uno, que digo yo, si van en grupo, ¿no pueden pedir todo lo de todos a la vez?. Pues no, porque el tema de la paga semanal no está unificado, y les hay que pueden pedirse el Big Menú con todo, hasta con reloj, y otros que no pasan de los Tenders y del vaso de agua pero de grifo, que después de invertir en Tommy Hilfiger no queda ni para extra de patatas. El panorama era desolador, pero a ver quien es el guapo que saca a una niña de seis años de un antro de comida basura cuando ya ha traspasado las puertas. Yo no, no soy tan fuerte.
Total que ahora sí estoy en condición de deciros que la lista de peores trabajos del mundo en vísperas navideñas son:
1.- Auxiliar de mostrador del Burguer King
2.- Auxiliar de caja del Carrefour
3.- Auxiliar de perfumería del Corte Inglés.
Lo que me lleva a pensar que hay que desconfiar siempre de cualquier trabajo que se enuncie comenzando en Auxiliar. Dicho lo cual, os diré que si bien me solidarizo con todos ellos, peor aun me parece el suplicio de ser cliente de todos y cada uno de ellos, en riguroso orden inverso y todo en el mismo día.
En fin, que Felices Fiestas para todos y para todo el año, y desde aquí, mis mejores deseos para el mundo el mundial. Nos vemos a la vuelta.
Yo este año celebro las fiestas en recogimiento y familia (porque Noche Vieja es otra cosa) con mi niña a mi vera como novedad (el año pasado mi niña las celebró a la vera paterna y yo a la irlandesa) y se me ha contagiado la ilusión de sus ojitos infantiles convencida de que los niños lo viven de otra manera. Así que ingenua, con mis ideas preconcebidas sobre la paz y la ilusión que inundan los corazones de los niños, me he convertido en otra para disfrutar desde la nueva perspectiva estas celebraciones que a mis treinta y tantos ya me pillan un pelín trillada y descreída. Hasta me he comprado un metrobús para inmergirme en la ciudad (que resulta impracticable con coche en estas fechas) y no perderme ni una lucecita, ni un cortilandia ni un nada de nada. Y debo deciros que hoy os escribo desde la cama, agotada, intentando reponerme para la fecha señalada porque los preparativos y mi tratamiento hormonal han estado casi a punto de acabar conmigo y dejarme fuera de juego para el cocktail de gambas, el canapé y el marisquiño.
Primero diré que, creo, sospecho, intuyo, que los niños del mundo son mucho más listos de lo que nosotros pensamos, y que ya no es que sepan todos que los Reyes son los padres (¿sería más preciso decir las madres?), es que les importa menos que cero quienes ejecuten el reparto de regalitos sobre los zapatos, lo que quieren son el Arca de Noé de Play Móvil en la fecha pactada, a la hora pactada en el lugar de entrega establecido. Punto. Porque claro, ¿cuantas veces al año le caen a un niño de golpe y porque sí, una media que va desde cuatro hasta tropocientos regalos, todos juntos y de importe superior cada uno a los sesenta eurazos?. Pues una o ninguna. ¡Como para ponerse exquisito con el nombre del dealer!. Si diré que, por si acaso y esta es toda una señal de inteligencia, mi niña últimamente anda prestando exquisita atención a todos los vejetes venerables miembros de esa prolífica generación que es la tercera edad, sobre todo a aquellos que portan luengas barbas, (lo que reduce la población casi exclusivamente a los excluidos sociales, que tanto pululan en los pórticos de los centros comerciales de obligado cumplimiento en estos días; y al Inti que no se en que momento se ha hecho muy mayor y que además últimamente ha dejado de afeitarse, no sé, le miro y últimamente se me da un aire al difunto Fernán Gomez, ¡qué caprichoso el subconsciente!). Y ella los mira, y me mira, y los mira, y me pregunta si no les daríamos algo, como mil euros, porque debe de andar acongojada pensando que ya pueden ser buenos magos ya, y desprendidos, porque si no, como que no le salen las cuentas. También anda interpelando a todo quisqui que se encuentra por la calle, y esto no es lo nuevo, porque ella siempre ha sido de lo más sociable, lo que es nuevo es que ha cambiado su saludo estándar de “hola” por otro de “Felices Fiestas” que me está haciendo pensar si no debería pedirle a Gallardón que me la subvencione, porque parece elemento propio de la campaña navideña puesta por el ayuntamiento.
En fin que estos mis nuevos ojos y voluntad me han hecho apreciar las cosas desde otra perspectiva, y también introducirme en un mundo al que hasta ahora no había prestado la suficiente atención. Así por ejemplo soy capaz de establecer un ranking de los peores trabajos del mundo por estas fechas.
Por ejemplo el viernes pasado, día veintiuno y de entrega de libertad condicional a todos los retoños del mundo para disfrutar de sus veinte días de vacaciones, mi hermana y yo, nos levantamos temprano para ultimar las gestiones tales que una infante de seis, casi siete años, no puede percibir en directo. Tras dejarla en el colegio hecha un pincho para asistir a su sarao (algo así como la comida de empresa o colegas, en versión infantil, concertada y pija), nos dirigimos prestas al Corte Inglés, sección perfumería, a liquidar las gestiones destinadas a los elementos femeninos de más edad de nuestra troupe familiar. Allí tras aguantar horas de cola, empezamos a compadecernos de las señoritas impecablemente maquilladas y sonrientes que nos rociaban una y otra vez con todos los aromas del amor y el lujo con las que las firmas de relumbrón orean al mundo entero. Las que no portaban los tarros de las esencias, escuchaban pacientes y mostraban y mostraban distintas versiones con distintas formas y poquitas variaciones del mismo líquido. Y luego lo guardaban, y luego lo envolvían con tanta delicadeza y parsimonia, que unas ochocientas veces vine a recordar yo al dependiente Mr. Beam de la película Love Actually. Cuando finalmente ponían la pegatina “Felices Fiestas El Corte Inglés” lo que fuera que una (no existían los unos en esta planta, qué cosas) hubiera adquirido se había transformado en una obra de arte, digno atrezo de cualquier película fina. Esto lo liquidamos. Y nos fuimos al Carrefour, pensando yo ingenua, que qué trabajo tan sacrificado el de dependienta amable del Corte Inglés.
Pero el Carrefour si resultó dantesco. Allí fuimos a liquidar el asunto paterno, único miembro masculino de mi familia (porque mi gato no cuenta, que no es de sangre). Descubrí anonadada que este año los jamones buenos traen una especie de funda que parece de raqueta, con sus asas y todo que te permiten portarlos con toda comodidad. A lo mejor este accesorio no es nuevo, pero es que ya me gustaría a mi estar mucho más documentada sobre el apasionante mundo del cinco jotas, que hete aquí que lamentablemente no es el caso. En fin, en el Carrefour y para no sufrir más de lo necesario, nos dirigimos al tiro hecho: a la planta de informática para agenciarnos una mochila porta portátil. Quedaban tres, dos fosforitas y una de discretos tonos negros. Conteniendo mis impulsos, nos hicimos con esta, más apropiada para una reunión de empresa de un gestor comercial respetable, que no sé por qué razón, las otras. El objeto en cuestión carecía de funda, bolsa ni etiquetas, pero no nos importó, porque la cosa está chunga este año en el tema mochilas de portátil y hasta se habían acabado en el CI, no estábamos como para poner demasiadas pegas. Fuimos a caja, casi nos dormimos mientras esperábamos a que nos tocara. Nos tocó. Y no podían cobrarla porque carecía de código de barras. La majísima cajera llamó a la encargada de línea de cajas, en sus patines ella, que con muy buena disposición intentó localizar al “informático”. Ella hablaba por el intercom, y nada, respondían de todas partes pero no del departamento solicitado. Tres cuartos de hora después yo había subido a planta, había localizado una fosforita, idéntico modelo con diferente color, la patinadora había deducido que los precios eran distintos, el informático seguía sin aparecer, la cola de la caja de nuestra amable cajera andaba prácticamente organizada para montar el piquete y estaban a punto de localizar una valla de obra para tirarla sobre la cinta transportadora. Cuando la sangre estaba en un tris de llegar al río, solo entonces, es cuando apareció el informático que confirmó que sí, que la de colores discretos era más cara y desapareció con la excusa de ir a buscar la referencia del producto. Otro cuarto de hora después, cuando yo misma, que ya sí que sí me he convertido en la persona más zen del mundo, estaba al borde del colapso con los ojos inyectados en sangre, reapareció el informático, con unos genitales que yo juzgué del tamaño de los del mítico caballo de Espartero, porque no llevaba escolta ni nada, tiró el papelote sobre la caja y con las mismas se piró. La cajera pasó el código por el lector, apareció el mismo precio de la móchila fosforita, y hala, nos fuimos espitadas mi hermana y yo hacia el coche porque ya llegábamos tarde a la entrega de retoños en el colegio de mi hija. Pero este trabajo si que me pareció chungo, chungo y no el del Corte Inglés que de pronto parecía un balneario.
Ignorantes a los avisos de radar y a las límitaciones de velocidad que están puestas de espaldas al pueblo, sobre todo en las vías circundantes a los colegios, donde son más reducidas que en otras calles, como si no supieran que los coches con niños llegan siempre más tarde que los que solo llevan adultos, pilotando la menda misma como si fuera una Raikonen al volante de un taxi camino de un aeropuerto, llegamos no solo en hora si no que un poquito antes, cuando las puertas aun estaban cerradas y los padres y abuelos (que proliferan mucho más en estas fechas) parecíamos un toro resabiado astillando el asta contra la puerta de toriles. El pobre bedel observaba desde la puerta acristalada tragando saliva, calándose la montera, mordiendo el piquito de la muleta y reuniendo todo el valor del mundo para acercarse hasta la verja y abrirla. Finalmente, encomendándose a la virgen y a todos los santos, procedió, culminó la faena y hala, todos recogimos a nuestros herederos que salían cuajaditos de trabajos manuales, regalos del amigo invisible y llenitos de morgueras por el turrón de chocolate.
Nosotras, originales como todos, decidimos que ya que era el primer día de vacaciones, y ya que mi niña estaba de fiesta por vacaciones, y sobre todo también, ya que era la hora que era, que estábamos derrengadas y que no teníamos ni pizca de ganas de trabajar ni un poquito más, nos íbamos al Burguer King (al McDonalds tardaré en volver, tan infausto es mi recuerdo) y liquidábamos el asunto vianda. ERROR, desde aquí os lo digo, EL PEOR ERROR DEL MUNDO.
Resulta que el día veintiuno no solo dan las vacaciones a los niños infantes, no, también a los adolescentes, y como Gallardón a cerrado ese lúdico templo de recreo que es la Plaza Mayor al tráfico de adolescentes, y ha puesto a toda la policía municipal controlando el no ejercicio de botellón, ¿pues donde estaban todos? ¿eh? ¿Dónde?. En el Burguer King de la calle Goya, que desde aquí ya reivindico yo la vuelta del botellón y del destrozo de mobiliario urbano como doble favor a los ciudadanos de cierta edad de estos madriles. Por cierto. Yo vivo en un barrio de los que se dice popular, aquí las adolescentes visten todas como Bratz, que yo creo que más o menos ya imagináis todos como es eso. Pero resulta que existe otro modelo en los barrios pijos, que es el Charlotte Casiraghi (excusas, ahora mismo no ubico bien la hache y no tengo ganas de documentarme para una chorradilla así). El Burguer King estaba a revosar de Carlotas y de Andreas, todos ellos en a fila de a uno y pidiendo a razón de a uno, que digo yo, si van en grupo, ¿no pueden pedir todo lo de todos a la vez?. Pues no, porque el tema de la paga semanal no está unificado, y les hay que pueden pedirse el Big Menú con todo, hasta con reloj, y otros que no pasan de los Tenders y del vaso de agua pero de grifo, que después de invertir en Tommy Hilfiger no queda ni para extra de patatas. El panorama era desolador, pero a ver quien es el guapo que saca a una niña de seis años de un antro de comida basura cuando ya ha traspasado las puertas. Yo no, no soy tan fuerte.
Total que ahora sí estoy en condición de deciros que la lista de peores trabajos del mundo en vísperas navideñas son:
1.- Auxiliar de mostrador del Burguer King
2.- Auxiliar de caja del Carrefour
3.- Auxiliar de perfumería del Corte Inglés.
Lo que me lleva a pensar que hay que desconfiar siempre de cualquier trabajo que se enuncie comenzando en Auxiliar. Dicho lo cual, os diré que si bien me solidarizo con todos ellos, peor aun me parece el suplicio de ser cliente de todos y cada uno de ellos, en riguroso orden inverso y todo en el mismo día.
En fin, que Felices Fiestas para todos y para todo el año, y desde aquí, mis mejores deseos para el mundo el mundial. Nos vemos a la vuelta.
jueves, 13 de diciembre de 2007
DE BASURILLAS Y RECICLAJES
Es un hecho que lo que uno (o una) deshecha, otro (u otra) lo aprovecha. ¿Cuántas veces se nos han puesto los ojos como platos tras sacudirnos con alivio un rollete y/o pareja que nos parecía de lo más petardo y descubrir la cantidad de voluntarios (y/o voluntarias) que se brindan a pegar gustosos los cachitos del destrozo y a ser el clavo que saque el anterior?. Yo misma he recogido unas cuantas basurillas ajenas (en sentido metafórico y literal, pero con mucho afecto y respeto, eso sí, a la dejante aliviada y al nuevo cogido, como no), y yo misma he dejado disponibles otras cuantas de lo mismo.
En fin. El caso es que últimamente y sin yo pretenderlo, me he visto en la tesitura de tener que revolver entre varias basuras, desde el tamaño unifamiliar propio, hasta el tamaño industrial del McDonalds y en todos los casos me he sorprendido un mundo de lo que llegamos a tirar. ¡Qué menospreciados están los restos desechados! ¡si con todo lo que digan, a uno no se le conoce tanto por sus actos como por su íntima basura! .
La primera ocasión de revisión de restos ya me pasó en mi propia casa, que por cierto, últimamente anda elástica, y para mi regocijo, resulta que en ella cabe todo el mundo. Porque diga lo que diga la Caixa, resulta que si que es cierto que donde habitualmente comemos una y media, en estas fechas cabemos hasta doce adultos a cenar, y que donde habitualmente dormimos una grande y una pequeña, pueden dormir hasta tres grandes, uno muy grande y una pequeña. Mi salón se ha transformado en una República Independiente donde se alojan mi hermana y mi casi otra hermana Olgui, con su colchón hinchable vía red eléctrica, con su cesta enorme de mimbre a rebosar de chuches de todo tipo, semejante cesta, que ni la mismísima Caperucita (un poner) podría arrastar hasta la casa de su abuelita sin la ayuda de un remolque y un cartel que la señalizara como Vehículo Longo pero que tiene a mi niña y a mi gato levitando en su entorno por el salón en éxtasis constante. Ellas, con sus horas indecentes de sueño y de insomnio que combaten pegadas al canal de Gran Hermano y a unos porrillos que lejos de atontarlas les llevan a prolongar la charleta hasta las tantas de la madrugada. Ellas con sus minúsculas ropitas de talla 36, que me hacen parecer a mi de otra escala. Tan cielotas ellas, cobertura pa’ tó.
El caso es que mi casa elástica ha cambiado su ritmo, y ahora tenemos turnos de ducha, repartos de tareas y satisfacciones del tipo que al llegar a casa, una encuentre un rico couscous cocinado (ya no como de Tuper frío, de pie, pegada a la encimera) y conversación y risas en el sofá. También tenemos miles de botes de gel y champús variopintos, mil cremitas, cepillos de dientes de todos los colores y un ritmo constante de llenado de bolsas de basura que va a frecuencia de una mínimo y rebosando al día.
Pero en la vida hay otras cosas que no son tan fáciles de resolver y coordinar ni ofrecen tantas satisfacciones. Una de ellas es la de sacar punta a los lápices de ojos. Parecen que estos lápices tienen un único uso, porque los compras, los usas, te comes la punta, y los rebañas hasta casi sacarte los ojos. Llegando a este punto, ya puedes tirarlos. La otra opción que sería intentar sacarlos punta es mucho más desesperante, porque lo metes en la maquinilla, procedes a girarlo, y antes de llegar a la longitud aceptable de mina se ha roto, se ha quedado dentro del sacapuntas y ya no hay manera de quitarla de ahí, porque parece pegada con loctite. O sí, consigues sacarla del cacharrillo después de tres cuartos de hora y quince utensilios diversos, y sigues dando vueltas a la pinturilla emperrada ella en dejarse la punta dentro y tú en comerte las virutas. Al final tienes que tirar todo el lápiz pero ahora del tamaño de centímetro y medio, y también el sacapuntas.
Sin embargo esto ocurre menos con los lápices caros y de marca (porque por lo visto los caros incluyen en el precio un cursillo previo que les enseña a comportarse), como por ejemplo los de Christian Dior, que vienen con un sistema sofisticadísimo de sacapuntas lleno de piecitas y gadgets que aprietan al rebelde contra la cuchilla y que sacan la punta osada del cacharrín en el hipotético caso de que se atreviera a dejarla dentro, y todo ello sin soltar apenas rebabas. Yo solo tengo un sacapuntas de estos y lo conservo bajo siete llaves y con todo mi cariño y agradecimiento, para que mi niña no pueda cometer el terrible y comprensible error de utilizarlo con sus ceras Manley.
El caso es que el jueves puentero de la semana pasada estaba casi sacándome el ojo con un lápiz de los baratos, cuando me decidí a arriesgarme a sacarle punta. Saqué de su cajita el sacapuntas sagrado y me encaminé al cubo de la basura a proceder, ya arregladita y mona, muy bien aviada para salir de jarana en cuanto liquidara el asunto ojo. Abrí la tapa del cubo, y ejecutando muy limpiamente saqué a la luz una punta fantástica. Satisfecha, revisé mi joyita afiladora y ¡oh, Lénines! observé restos de mina y viruta pegadas en la sagrada cuchilla. Solté el lápiz sobre la encimera y con delicadeza procedí a desarmar el utensilio limpiador que pertinaz, se empeñaba en no salir. Ya con mucha menos delicadeza forcé el asunto hasta hacer saltar el cacharrito en cuestión y todos los ochocientos achiperris minúsculos de tamaños de agujas de bordar que componen el complejo mecanismo del sacapuntas (¡) que fueron a caer sin ninguna compasión repartidos entre las dos bolsas de basura a rebosar: la de plásticos y metales y la de material orgánico (porque a una la importan bien poco los pingüinos de los polos, que ni se comen ni dan plumas, pero pese a todo, recicla). Ahí que me quedé yo pasmada hasta que mis propios lagrimones me sacaron de mi mismo ensimismamiento (es que estoy en fase hormonal y ando de lo más sensible).
Dispuse las bolsas usadas y dos nuevas sobre el suelo de mi cocina y procedí a trasvasar mierdita por mierdita hasta dar con cada una de las piezas cochinas para así poder lavarlas y remontarlas en su casita sacapuntas. En esta experiencia descubrí que en mi familia-casa bebemos muchííííísimo (yo no, que mi medicación no me lo permite), que fumamos muchííííísimo (yo no, que mi medicación no me lo permite), que comemos muchíííííísimo (eso sí) y que estrenamos muchísimo porque la bolsa estaba repleta de etiquetas y tickets de compra (confieso que mi medicación es absolutamente compatible con este deplorable y perjudicial vicio). También me percaté de que nadie tiene del todo claro si las colillas de los cigarros son material orgánico o plástico y/o metales.
En fin, que una hora más tarde, oliendo a jabón tras lavarme hasta los codos y con mi ralla bien pintada, enfilaba yo dirección Retiro con mi niña, con mi syster, con mi Olgui y con otras dos niñas de la edad de la mía que Olgui misma se había agenciado. El plan era el de pasar un día de infancia imbuidas en el espíritu navideño de estas fechas, o lo que yo llamo un completo: guiñoles y barquitas en el Retiro, Mc Donalds y cine infantil.
Pero ¡ay! ¡qué distintos resultan los planes de cuando se diseñan a cuando se consuman!. De entrada el Retiro estaba a rebosar, y la cola para montar en las barquitas llegaban casi casi hasta Móstoles. Así que nos saltamos ese plan comiendo pipas y adelantamos un poquito el siguiente, el del McDonalds. Allí tras veinticinco colas más, la primera de ellas para pedir el básico, las otras veinticuatro para cambiar el Danonino por la gelatina, el agua por la coca cola sin nada (sin calorías, sin cafeína), para pedir otra pajita que la anterior se ha caído, para pedir más ketchup que con lo que nos ha dado no llega, para pedir mostaza… hora y media después, poníamos orden apilando restos y restos y más restos sobre las seis bandejas, dispuestas a otros tantos viajes al contenedor. Para esto también hace falta experiencia, técnica y disponer de una buena estrategia. La nuestra fue, Olgui con las niñas, con los abrigos, con las bolsas, con los bolsos y cubriendo la retaguardia. Yo con los viajes a razón de uno por bandeja y con todo abandonado sobre la mesa, entre otras cosas mi prensa del día y mi teléfono móvil Bisbal. Entre el segundo y tercer viaje las niñas se deshacían en porfas para obtener el permiso de acudir a la piscina de bolas. Entre el tercero y el cuarto Olgui ojeaba ojo avizor unas veces el periódico, otras las bolas (las de la piscina, que yo sepa), entre el cuarto y el quinto Olgui hacía hueco a una señora que amablemente pedía sitio para posar su bandeja y comerse su hamburguesa sentada en silla. Entre el quinto y el último mi móvil Bisbal había desaparecido.
Y cuando ya fue obvio que no estaba ni en bolso ni en bolsillo alguno, ni en entorno próximo que se pudiera escuchar cuando mi Olgui me llamaba, acepté lo que era la más obvia obviedad: que lo había tirado a la basura junto al restante contenido de alguna de las bandejas.
Tras hacer cola frente al mostrador de Mc Donalds por vez veintiséis, advertí a una amable señorita que allí trabajaba, de que por error junto a los restos miles de nuestra viandas, servidora, que es pelín desatenta, había vertido en la bolsa contenedor tamaño comunidad de vecinos, su propio teléfono móvil modelo Bisbal, y que si no suponía mucha molestia, a servidora mismo de nuevo, le complacería mucho cualquier esfuerzo que se pudiera realizar con objeto de recuperarlo. La amable señorita, me miró me sonrió, me acompañó a la bolsa contenedor de basura tamaño comunidad de vecinos, y sonriendo aun más (por no decir conteniendo la carcajada) me indicó la bolsa, y dijo: “puede buscarlo usted misma”.
Ahí estaba yo, un jueves de puente, en el McDonalds de Atocha a rebosar en hora punta, revolviendo la basura común de casi todo Madrid con el objeto de encontrar mi móvil. Saqué hamburguesas a medio comer, patatas, bebida, muñequitos abeja del Happy Meal protagonistas del film Bee Movie (uno de ellos sirvió para reponer el que mi niña había perdido), hasta pañales… papel albal de bocadillo, un bote de ketchup de los grandes de casa… Cualquier cosa inimaginable, menos mi móvil. (Snif, snif, “quien me iba a decir” a mi que iba a acabar echando de menos a Bisbal).
Total, y por no alargarme, que Señores del Mc Donalds, en cualquier momento que ustedes consideren oportuno, pueden cuestionarme que yo me brindo a ofrecerles una estadística completa de los productos que más y menos éxito tienen entre su variada oferta, todo ello en función de lo que los clientes desechan tras deglutirlos enteramente o más bien a medias. Amigos míos del alma, podéis ir llamándome cuando os apetezca y tengáis un ratito para que yo pueda ir recuperando todos vuestros números de teléfono que ahora reposan en manos de algún caco desaprensivo.
Y a todos los demás, os ruego que seáis atentos y cuidadosos con lo que arrojáis a las basuras, porque con la racha que llevo, tarde o temprano, a mi me tocará revisarlo.
P.D.1: Gracias al amable viandante de a pie (que no de andamio, ni aparentemente lucero) que ayer, mientras yo transitaba por la plaza de Lavapiés tras regresar de un entierro, tuvo a bien espetarme un piropo grosero, de esos bien ejecutados que incluyen cabeza vuelta y doloroso estampe frontolateral contra chirimbolo papelera. Tan agradecida estoy, que este acontecimento lo he anotado yo en mi diario con cariño, por si acaso fuera el último, que oye, nunca se sabe y la menda ya no volverá a cumplir los treinta.
P.D.2: Gracias a los demás que os habéis seguido interesando por este mi blog pese a mi periodo de ausencia.
P.D.3: Besitos a Olgui, a Ada, a Mónica, a Maite (‘pañera!), a Cosita (ra, ra, rá) y a Teresita, cariño, que te queremos muchos, y yo más.
En fin. El caso es que últimamente y sin yo pretenderlo, me he visto en la tesitura de tener que revolver entre varias basuras, desde el tamaño unifamiliar propio, hasta el tamaño industrial del McDonalds y en todos los casos me he sorprendido un mundo de lo que llegamos a tirar. ¡Qué menospreciados están los restos desechados! ¡si con todo lo que digan, a uno no se le conoce tanto por sus actos como por su íntima basura! .
La primera ocasión de revisión de restos ya me pasó en mi propia casa, que por cierto, últimamente anda elástica, y para mi regocijo, resulta que en ella cabe todo el mundo. Porque diga lo que diga la Caixa, resulta que si que es cierto que donde habitualmente comemos una y media, en estas fechas cabemos hasta doce adultos a cenar, y que donde habitualmente dormimos una grande y una pequeña, pueden dormir hasta tres grandes, uno muy grande y una pequeña. Mi salón se ha transformado en una República Independiente donde se alojan mi hermana y mi casi otra hermana Olgui, con su colchón hinchable vía red eléctrica, con su cesta enorme de mimbre a rebosar de chuches de todo tipo, semejante cesta, que ni la mismísima Caperucita (un poner) podría arrastar hasta la casa de su abuelita sin la ayuda de un remolque y un cartel que la señalizara como Vehículo Longo pero que tiene a mi niña y a mi gato levitando en su entorno por el salón en éxtasis constante. Ellas, con sus horas indecentes de sueño y de insomnio que combaten pegadas al canal de Gran Hermano y a unos porrillos que lejos de atontarlas les llevan a prolongar la charleta hasta las tantas de la madrugada. Ellas con sus minúsculas ropitas de talla 36, que me hacen parecer a mi de otra escala. Tan cielotas ellas, cobertura pa’ tó.
El caso es que mi casa elástica ha cambiado su ritmo, y ahora tenemos turnos de ducha, repartos de tareas y satisfacciones del tipo que al llegar a casa, una encuentre un rico couscous cocinado (ya no como de Tuper frío, de pie, pegada a la encimera) y conversación y risas en el sofá. También tenemos miles de botes de gel y champús variopintos, mil cremitas, cepillos de dientes de todos los colores y un ritmo constante de llenado de bolsas de basura que va a frecuencia de una mínimo y rebosando al día.
Pero en la vida hay otras cosas que no son tan fáciles de resolver y coordinar ni ofrecen tantas satisfacciones. Una de ellas es la de sacar punta a los lápices de ojos. Parecen que estos lápices tienen un único uso, porque los compras, los usas, te comes la punta, y los rebañas hasta casi sacarte los ojos. Llegando a este punto, ya puedes tirarlos. La otra opción que sería intentar sacarlos punta es mucho más desesperante, porque lo metes en la maquinilla, procedes a girarlo, y antes de llegar a la longitud aceptable de mina se ha roto, se ha quedado dentro del sacapuntas y ya no hay manera de quitarla de ahí, porque parece pegada con loctite. O sí, consigues sacarla del cacharrillo después de tres cuartos de hora y quince utensilios diversos, y sigues dando vueltas a la pinturilla emperrada ella en dejarse la punta dentro y tú en comerte las virutas. Al final tienes que tirar todo el lápiz pero ahora del tamaño de centímetro y medio, y también el sacapuntas.
Sin embargo esto ocurre menos con los lápices caros y de marca (porque por lo visto los caros incluyen en el precio un cursillo previo que les enseña a comportarse), como por ejemplo los de Christian Dior, que vienen con un sistema sofisticadísimo de sacapuntas lleno de piecitas y gadgets que aprietan al rebelde contra la cuchilla y que sacan la punta osada del cacharrín en el hipotético caso de que se atreviera a dejarla dentro, y todo ello sin soltar apenas rebabas. Yo solo tengo un sacapuntas de estos y lo conservo bajo siete llaves y con todo mi cariño y agradecimiento, para que mi niña no pueda cometer el terrible y comprensible error de utilizarlo con sus ceras Manley.
El caso es que el jueves puentero de la semana pasada estaba casi sacándome el ojo con un lápiz de los baratos, cuando me decidí a arriesgarme a sacarle punta. Saqué de su cajita el sacapuntas sagrado y me encaminé al cubo de la basura a proceder, ya arregladita y mona, muy bien aviada para salir de jarana en cuanto liquidara el asunto ojo. Abrí la tapa del cubo, y ejecutando muy limpiamente saqué a la luz una punta fantástica. Satisfecha, revisé mi joyita afiladora y ¡oh, Lénines! observé restos de mina y viruta pegadas en la sagrada cuchilla. Solté el lápiz sobre la encimera y con delicadeza procedí a desarmar el utensilio limpiador que pertinaz, se empeñaba en no salir. Ya con mucha menos delicadeza forcé el asunto hasta hacer saltar el cacharrito en cuestión y todos los ochocientos achiperris minúsculos de tamaños de agujas de bordar que componen el complejo mecanismo del sacapuntas (¡) que fueron a caer sin ninguna compasión repartidos entre las dos bolsas de basura a rebosar: la de plásticos y metales y la de material orgánico (porque a una la importan bien poco los pingüinos de los polos, que ni se comen ni dan plumas, pero pese a todo, recicla). Ahí que me quedé yo pasmada hasta que mis propios lagrimones me sacaron de mi mismo ensimismamiento (es que estoy en fase hormonal y ando de lo más sensible).
Dispuse las bolsas usadas y dos nuevas sobre el suelo de mi cocina y procedí a trasvasar mierdita por mierdita hasta dar con cada una de las piezas cochinas para así poder lavarlas y remontarlas en su casita sacapuntas. En esta experiencia descubrí que en mi familia-casa bebemos muchííííísimo (yo no, que mi medicación no me lo permite), que fumamos muchííííísimo (yo no, que mi medicación no me lo permite), que comemos muchíííííísimo (eso sí) y que estrenamos muchísimo porque la bolsa estaba repleta de etiquetas y tickets de compra (confieso que mi medicación es absolutamente compatible con este deplorable y perjudicial vicio). También me percaté de que nadie tiene del todo claro si las colillas de los cigarros son material orgánico o plástico y/o metales.
En fin, que una hora más tarde, oliendo a jabón tras lavarme hasta los codos y con mi ralla bien pintada, enfilaba yo dirección Retiro con mi niña, con mi syster, con mi Olgui y con otras dos niñas de la edad de la mía que Olgui misma se había agenciado. El plan era el de pasar un día de infancia imbuidas en el espíritu navideño de estas fechas, o lo que yo llamo un completo: guiñoles y barquitas en el Retiro, Mc Donalds y cine infantil.
Pero ¡ay! ¡qué distintos resultan los planes de cuando se diseñan a cuando se consuman!. De entrada el Retiro estaba a rebosar, y la cola para montar en las barquitas llegaban casi casi hasta Móstoles. Así que nos saltamos ese plan comiendo pipas y adelantamos un poquito el siguiente, el del McDonalds. Allí tras veinticinco colas más, la primera de ellas para pedir el básico, las otras veinticuatro para cambiar el Danonino por la gelatina, el agua por la coca cola sin nada (sin calorías, sin cafeína), para pedir otra pajita que la anterior se ha caído, para pedir más ketchup que con lo que nos ha dado no llega, para pedir mostaza… hora y media después, poníamos orden apilando restos y restos y más restos sobre las seis bandejas, dispuestas a otros tantos viajes al contenedor. Para esto también hace falta experiencia, técnica y disponer de una buena estrategia. La nuestra fue, Olgui con las niñas, con los abrigos, con las bolsas, con los bolsos y cubriendo la retaguardia. Yo con los viajes a razón de uno por bandeja y con todo abandonado sobre la mesa, entre otras cosas mi prensa del día y mi teléfono móvil Bisbal. Entre el segundo y tercer viaje las niñas se deshacían en porfas para obtener el permiso de acudir a la piscina de bolas. Entre el tercero y el cuarto Olgui ojeaba ojo avizor unas veces el periódico, otras las bolas (las de la piscina, que yo sepa), entre el cuarto y el quinto Olgui hacía hueco a una señora que amablemente pedía sitio para posar su bandeja y comerse su hamburguesa sentada en silla. Entre el quinto y el último mi móvil Bisbal había desaparecido.
Y cuando ya fue obvio que no estaba ni en bolso ni en bolsillo alguno, ni en entorno próximo que se pudiera escuchar cuando mi Olgui me llamaba, acepté lo que era la más obvia obviedad: que lo había tirado a la basura junto al restante contenido de alguna de las bandejas.
Tras hacer cola frente al mostrador de Mc Donalds por vez veintiséis, advertí a una amable señorita que allí trabajaba, de que por error junto a los restos miles de nuestra viandas, servidora, que es pelín desatenta, había vertido en la bolsa contenedor tamaño comunidad de vecinos, su propio teléfono móvil modelo Bisbal, y que si no suponía mucha molestia, a servidora mismo de nuevo, le complacería mucho cualquier esfuerzo que se pudiera realizar con objeto de recuperarlo. La amable señorita, me miró me sonrió, me acompañó a la bolsa contenedor de basura tamaño comunidad de vecinos, y sonriendo aun más (por no decir conteniendo la carcajada) me indicó la bolsa, y dijo: “puede buscarlo usted misma”.
Ahí estaba yo, un jueves de puente, en el McDonalds de Atocha a rebosar en hora punta, revolviendo la basura común de casi todo Madrid con el objeto de encontrar mi móvil. Saqué hamburguesas a medio comer, patatas, bebida, muñequitos abeja del Happy Meal protagonistas del film Bee Movie (uno de ellos sirvió para reponer el que mi niña había perdido), hasta pañales… papel albal de bocadillo, un bote de ketchup de los grandes de casa… Cualquier cosa inimaginable, menos mi móvil. (Snif, snif, “quien me iba a decir” a mi que iba a acabar echando de menos a Bisbal).
Total, y por no alargarme, que Señores del Mc Donalds, en cualquier momento que ustedes consideren oportuno, pueden cuestionarme que yo me brindo a ofrecerles una estadística completa de los productos que más y menos éxito tienen entre su variada oferta, todo ello en función de lo que los clientes desechan tras deglutirlos enteramente o más bien a medias. Amigos míos del alma, podéis ir llamándome cuando os apetezca y tengáis un ratito para que yo pueda ir recuperando todos vuestros números de teléfono que ahora reposan en manos de algún caco desaprensivo.
Y a todos los demás, os ruego que seáis atentos y cuidadosos con lo que arrojáis a las basuras, porque con la racha que llevo, tarde o temprano, a mi me tocará revisarlo.
P.D.1: Gracias al amable viandante de a pie (que no de andamio, ni aparentemente lucero) que ayer, mientras yo transitaba por la plaza de Lavapiés tras regresar de un entierro, tuvo a bien espetarme un piropo grosero, de esos bien ejecutados que incluyen cabeza vuelta y doloroso estampe frontolateral contra chirimbolo papelera. Tan agradecida estoy, que este acontecimento lo he anotado yo en mi diario con cariño, por si acaso fuera el último, que oye, nunca se sabe y la menda ya no volverá a cumplir los treinta.
P.D.2: Gracias a los demás que os habéis seguido interesando por este mi blog pese a mi periodo de ausencia.
P.D.3: Besitos a Olgui, a Ada, a Mónica, a Maite (‘pañera!), a Cosita (ra, ra, rá) y a Teresita, cariño, que te queremos muchos, y yo más.
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