El santo de mi jefe (en adelante El Santo, sin más) es un hombre joven de cuarenta años inteligente, prudente y buena gente a espuertas. Hombre del barrio de toda la vida, nos conocemos desde hace siglos, cuando la empresita que gestiona ahora era de su padre y estaba situada en el local bajero lindante con el que nos contenía trabajando a la Cruela, a su C y a mi. Ambas empresas las dos dedicadas al lucerío, que ya es casualidad.
El suyo era un gua lleno de focos y de cacharros con un pequeñín cuartito de aluminio y cristal comido al terreno, donde se apelotonaban tres personas: en una misma mesa El Santo y mi compañero horizontal de la derecha (el monitor de Spinning); y el padre del Santo (portador de un carácter mítico que convertía a la Hidra en el padre Vicente Ferrer) en otra mesa detrás, echándoles el aliento sobre el cogotillo (que en dos días se me quedaron calvos) y todos atendiendo al teléfono en un barullo que para qué.
Su local y el nuestro confraternizaban y hasta hacíamos intercambios, nosotras chicas, ellos hombres, con su discurrir continuo de luceros desaliñados y en ocasiones sin camiseta, sudorosos, desinhibidos y fornidos por la carga y la descarga de los camiones cuajaditos de flight cases. Ese sí que era espectáculo y no lo que nos daba de comer. Cruela y yo observábamos, apoyaditas en el quicio de nuestro local, con la tacita de café, o coca-cola, o caña (dependiendo el momento del día) dando aprobaciones, y escuchando gustosas los comentarios siempre cumplidos de nuestros compañeros de gremio. Teníamos sobornado al cartero que nos dejaba toda su correspondencia a nosotras, y nostras nos sobornábamos la una a la otra, para obtener el derecho de entrar en aquel almacén de testosterona pura a entregarla gentilmente y con una sonrisilla boba. ¡Qué ránkines que nos hacíamos con los poles positions de los hombretones!. ¡Qué época aquella Cruela ¿recuerdas?!.
Con el tiempo ambas empresas fueron creciendo y El Santo y compañía se trasladaron desde el agujerillo de nuestro barrio a una nave en un polígono industrial, con su muelle de carga y oficina en planta. Nosotros nos quedamos siempre en el barrio, pero nos expandimos ocupando su local de repente tan huérfano y vacío…
Algunos años después yo me trasladé de una empresa a la otra, directamente y en plancha a trabajar en el cole de los hombres, como uno más que es como me tratan (insisto: ¡qué tiempos los otros!), y cuál fue mi sorpresa cuando llegué y descubrí que yo no tenía mesa ni tenía sitio ni tenía ná, que la oficina se había quedado estrecha y de nuevo andaban todos apiñados unos con otros insertando sus respiraciones en los cogotillos de los otros (y por eso todos son calvos, digo yo, menos mi Inti, que es free lance).
A veces y con mucha suerte quedaba libre la mesa propia del Santo, que debía acudir a reuniones, y en cuanto se movía de la silla, todos los flotantes que llevábamos tiempo dando vueltas por allí observando sibilinos, corríamos como locos con los codos para fuera, desenfrenados por ocupar el puesto ahora vacante y todavía caliente del culo anterior. No era infrecuente que se ausentara dos segundos para ir al baño, y a su vuelta se encontrara a un director técnico o a la menda allí repantigada hablando por teléfono, con el portátil y todos sus achiperris devorando su espacio vital.
Obviamente aquello era insostenible. Así que llegando la primavera del año pasado, se agarró los machos y los informes de la agencia inmobiliaria y se fue a buscar una nave industrial espaciosa, suficiente y muy bien ubicada.
Y aquí es donde estamos ahora. En inmejorable ubicación, en salida directa de la carretera de Toledo, con un patio enorme con aparcamiento de los de plazas pintadas y chapas con nombres, con mesas de sobra para todos los que somos y los que puedan llegar, con despachos individuales para cuando hagan falta, y sobre todo y mira que bien: colindante con el famoso puticlú de Parla.
Este puticlú por el día y de puertas para fuera es un sitio muy discreto, un hotelito con buen gusto, muchas plantas, cuatro estrellas y muy parecido a cualquier NH de diseño. Por la noche se transforma y se distingue (a kilómetros) de todos los demás del mundo mundial porque es el único que adorna su fachada con un auténtico espectáculo de luz y de color obra y gracia de los potentísimos focos de mi oficio.
Con tan buena vecindad y roce, era imposible que no surgiera el cariño, y así disponemos siempre todos (y me incluyo yo) de un montón de atenciones en forma de tarjetitas que te invitan a la primera copa, a la fiesta aniversario; y de todos los descuentos del mundo mundial: los propios por cercanía, los propios por cliente habitual, los propios del pronto pago (de los de “que te dejo el sueldo y que ya iré viniendo” - yo no, pero muy pocos podrían decir lo mismo), y los de los momentos de decaimiento de clientela por razones inevitables: las elecciones (los clientes están organizando y dando mítines), los de final de liga, Eurocopa, olimpiadas y Mundial (los clientes están viendo la tele) o los meses de verano (los clientes están con sus señoras e hijos en la playita o montaña, según afición).
Por ejemplo ahora estamos en temporada de descuento por mes de julio, y la tarifa ha bajado a ciento cincuenta euros con regalo de una copa.
Lo de que estamos en temporada baja es un decir que yo no veo. El puticlú abre a las cinco (de cinco a cinco para ser más exactos). Durante el invierno, yo dejo mi oficina a las cuatro y media para ir a buscar a mi retoño a su colegio, y a esa hora es cuando las chicas entran a trabajar y de puro coincidir nos hemos hecho amigas de coche, ellas a puntito de entrar en el parking privado subterráneo con sus fantásticos caprichitos (Mini Cooper, Smart For Four…), y yo saliendo del mío descubierto con mi desguace antigualla, imposible no vernos las unas y yo misma, que nos guiñamos los ojitos dándonos las largas (las que trabajamos solo con hombres nos reconocemos como iguales). Pero hay días en los que salgo un poquito más tarde siempre antes de las siete, y a esas horas ya está el parking de clientes, cuajaditos de cojocochazos impresionantes, exactamente igual que cuando hay liga, Eurocopa, y que ahora mismito en verano.
Yo miro a estas niñas y las veo jovencillas, pero no especialmente monas, más bien tirando a muy normalitas, pero claro es lo que tiene el democrático vaquero que nos vuelve a todas iguales (señoritas de cobre y de las de gratis). Y pienso si no me habré equivocado muy mucho administrando mis alegrías y con mi profesión, que yo estoy igual de dotada que ellas (y en lo que no, pues voy y me opero, que yo le pongo voluntad) , porque como que no me visualizo yo saliendo del Vernon para llegar a un cochecito de esos.
Mi compañero Santiago (¡y cierra ‘Paña!) me saca de dudas, y me dice que él a mi no me vee en esto, que esa es una vida durísima para la que no estoy preparada (por lo visto solo por eso), que no hay nada más peligroso que una pelea entre estos angelitos de la noche, que ellas se quitan el tacón mucho más rápido que tu echas mano del cinto, y se tiran con él directamente a los ojos del enemigo (cuanto tengo que aprender de autodefensa…).
Yo lo visualizo, trago saliva y le hago caso, porque algo sabrá él de esto, que ahora ejerce de lucero de seguridad para el más duro evento (es que nos toca trabajar en unas plazas…), pero primero ha trabajado y mucho en la dura vida de la noche y de la seguridad internacional (vamos que antes que lucero fue mercenario en Yugoslavia e Irak, y sabe un montón de palabros feos en ruso). Él es un arma letal y asesina escondido en el cuerpo de Carlos Latre cuando hace de Bea la Becaria (la vocecita es la misma), pero eso no debe despistar de su colmillo asesino.
Como muestra un botón: Un año en Navidades mi empresa y otra afín montaron una jornada de confraternización en un parajillo de la sierra echando una peleílla de nada jugando al Paint Ball, (bolas rellenas de pintura que a veinte metros te hacen unos moratones y unos pelotones, que ni los que salen en CSI), alegre y feliz iba el muy añoso y poco desarrollado M. de la empresa amiga, cuando una bola le pintó directamente la chaquetilla a la altura ventrículo izquierdo en posición de sístole. Sorprendido se miró el impacto y miró luego a Santiago (su asesino virtual) y aturdido y desconcertado, a la criaturilla no le dio el cuerpo para otra cosa más que para salir corriendo.
Santiago, que tiene muy bien estudiado eso de que no deben quedar flecos (“por eso yo si estoy vivo” - añade) se lanzó a la carrera tras él, cual felino que se tira a los pies de su presa en un perfecto placaje que arrebató muchos aplausos del público allí asistente. Parecía que aun estaba en el suelo, y sin embargo ya estaba incorporado, con un pie en la garganta de M. (muchos más aplausos) y sin vacilar ni en segundo plantó su arma en la frente yaciente y vació entero su cargador, a purita quemarropa (y aquí se hizo, claro, un silencio sepulcral mitad acojone, mitad veneración).
M. tardó un buen rato en volver en sí, que creíamos que se había quedado lelo, y ni os cuento lo que tardó en bajar el volumen de los chichones. Los demás flipaban mirando a Santiago, que le recriminaba suavecito al herido, con su vocecita de Bea: “hombre M., es que la próxima vez lo que tienes que hacer es morirte a la primera, no salir corriendo”. Y estoy segura de que M. estuvo de acuerdo.
Ayer comentando con el Inti y con los otros compañeros la nueva oferta, estuvimos echando cuentas para llegar a la conclusión de que a ciento cincuenta euros realmente el polvo no es tan caro (yo estaba tan contenta) y la mitad de mis compañeros asientieron diciendo que a ellos los polvos con sus señoras les salen muchísimo más caros.
Yo no he dicho, nada, pero yo sé que el Inti también ha echado sus cuentas y miedo me están dando sus conclusiones, así que he decidido que a partir de ahora o me aprieto el cinturón un poco y aplico también rebaja y copa gratis, o ni siquiera me va a quedar el Vernon para saludar a mis compañeras dando las largas.
P.D.: Hoy es día de cobro y están pasando todos los compañeros luceros por la oficina con el fin de hacer acopio de talones. Mientras, yo disimuladamente escribo y tecleo este post aquí expuesto. En concreto ahora mismito y recién finalizado, acaba de llegar uno de ellos y a la vez que nos plantábamos dos besos, me ha preguntado él habitual “qué: ¿hoy cobramos?” - y yo le he respondido, todavía con mi santo en el cielo: “los dos besos todavía no, lo demás ni lo dudes”. Habrá pensado que hay que ver, que cómo se está poniendo el patio...