martes, 5 de junio de 2007

NUESTROS MÍTICOS TRENES PERDIDOS

La memoria es selectiva y los recuerdos subjetivos. Un mismo hecho concurriendo en dos personas distintas con la misma localización en espacio y tiempo son siempre dos experiencias diferentes, y en algunas casos, diametralmente opuestas.
En mis tiempos aun más mozos, (allá por mis diez y siete años) cho tenía un novio que tocaba en un conjunto beat-cheh-cheh (léase entonando como Rubi y los Casinos). El caso es que el muchacho me escribió una canción dedicada a mi misma que yo escuchaba con deleite cada fin de semana en las sesiones de ensayo de su grupo y esporádicamente y cuando se terciaba en algún concierto frente a su afición. La canción me tenía el ego a rebosar, y me la sabía de memoria. Hasta había escrito su letra en un apartadillo de mi carpeta clasificadora del instituto, justo después de la de London Calling (to the faraways town / now that war is declared / and battle come down!) de los Clash. Un día de estos tontorrones en el que no teníamos nada qué hacer pero era mejor no hacerlo juntos, estábamos los dos sentados en un banco del parque frente a mi instituto. Para matar el tiempo él cotilleaba en mi carpeta, que era todo un muestrario muy entretenido, lleno de dibujillos, fotos y de pensamientos que a mi se me caían empujados por el mortal aburrimiento de algunas clases (podríamos decir que mi carpeta clasificadora fue la precursora de mis post). Avanzando páginas llegó al apartado donde yo había plasmado su arte y él tras leerlo con detenimiento me miró con cara epatada y me preguntó “¿esta es mi canción?” y yo con arrobo moví repetidamente la cabeza de arriba abajo, asintiendo cual perrito de plástico de un Seat Panda. Entonces él empezó a reír: resulta que lo que yo había escrito y traducido como parte lírica de su canción no tenía nada que ver con lo que él cantaba. Él la sacaba para fuera con un texto y a mis oídos llegaba siempre con otro. Después la volví a escuchar otro montón de veces, y nunca jamás llegué a saber qué es lo que cantaba él, porque para mí, la letra buena, era la que yo había escrito. Pero lo que si he corroborado después de todos estos años es que en torno a una muestra pequeñita, las personas tendemos a construir mundos (en mi caso y según el íntimo, auténticas películas) y con frecuencia mitos. Durante siglos, este novio fue el titular de una ruptura traumática y bien llorada y por todo ello del exclusivo grado de Histórico. Para los siguientes evos, él era el protagonista de una relación romántica prematuramente truncada que por culpa de las malditas alineaciones interplanetarias, no había podido llegar a buen puerto. Hubo hombres protagonistas posteriores (afortunadamente, no quiero imaginarme el erial que habrían sido mis días después, condenada al celibato de la nostalgia) con nombres y recuerdos nuevos y propios, pero ninguno pudo estar nunca a la altura del Histórico. El Histórico fue siempre aquel que una quiso y no pudo, y todos los demás dignas y disfrutadas opciones alternativas, siempre habida cuenta de que la opción A no era posible y el sentido práctico obligaba a la exclusión y el olvido. Pero siguió residiendo como invitado de mis relaciones en forma de una mal disimulada mencionitis que le transformaba en un viejo conocido de mis nuevos amigos que jamás le conocieron. A partir de aquel momento yo ya escribí mi carta a los Reyes comenzando con un “si no puedo el Ibertren, entonces unos Juegos Reunidos”, “si no puedo el Ibertren, entonces un Lego Technic”, “si no puedo el Ibertren entonces…”. Porque estaba claro que el Ibertren no lo podía. El paso de aun más tiempo me hizo convencerme y convencer de que aquello era una historia cerrada y olvidada, un buen amigo del pasado y un gran amigo del presente porque jamás rompí la relación con él: para mí él era tan magnífico que le necesitaba presente en mis decorados aunque fuera de la manera más light.
Las circunstancias, que en mi caso son siempre de lo más didácticas, se encargaron de enseñarme esas sabidurías a las que no llegué yo solita y por abstracción. Con el paso del tiempo el Histórico recayó en sus propios mitos y nostalgias, y resultó que casi todas comenzaban con mi nombre. Volvió a aproximarse a mi varias veces intentando una nueva alineación interplanetaria que esta vez si nos favoreciera. Y en unas de esas yo pensé que qué narices, que daba lo mismo que ya supiera que los Reyes no existen (los Magos seguro) que después de todo yo me merecía por fin mi Ibertren y ya era hora de tenerlo. Y lo tuve, vaya si lo tuve. Pero no hay juguete que resista la mitificación de una mente que lo ha deseado largamente, imaginando eternas tardes de diversión sin fin, más allá del recuerdo también modificado por el paso del tiempo y embellecido por el olvido de los momentos que no fueron siempre tan buenos. Cuando por fin tuve aquel tren muchas noches soñado, me percaté de que tampoco él pasaba de ser un juguetillo de plástico con pilas dando vueltas y más vueltas en torno al mismo recorrido limitado. Me costó mucho admitirlo, pero al final acabó como todos los otros juguetes que ya había tenido, en el desván del olvido primero, y regalado después a quien quisiera o pudiera apreciarlo más de lo que lo apreciaba yo. Actualmente aquel noviete de ida y vuelta sigue andando por su vida totalmente ajeno a la mía, no somos amigos aunque estamos en contacto, pero ya no le necesito como espectador ni de mis días ni de mis acontecimientos, puedo acumular más cachitos de vida sin necesidad de compararlas con los “como hubieran” de su anteriormente añorada presencia. Y lo que es más importante, ya he dejado de intentar mover las fichas del parchís por la maqueta de una vía y ahora disfruto muchísimo más jugando con los juguetes que voy encontrando. Pero tuve ventaja: yo al final sí jugué con mi Ibertrén. P.D.: Queridos, la Irma se va a los puertos. Este es mi último post antes de unas merecidííííísimas vacaciones de gorroneo en la playita, nos leemos el lunes que viene y ya veremos si se me nota el sol y el relax en los post.

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