viernes, 7 de septiembre de 2007

EL CARREFOUR: SETAS Y PESCADOS

Bueno, primer post en mi nueva casa. Ya veis que aun estoy probando colores y esas cosas, porque me veo yo muy naïf con esta decoración, no sé, no sé. Pero desde ya os digo que le estoy cogiendo mucho gustillo a blogger, sobre todo después de las penurias pasadas con Terra. En fin, al meollo y cogollo del asunto.

En mi blog y en mi vida hay personajes fijos que todos conocéis: está la Cruela, que es como el granito de Cindy Crawford, enorme e imposible de esconder pero inesperadamente, atractivo y mítico. Está el Inti, que más que un granito, es una alergia: unas veces se multiplica, otras veces desaparece, pero siempre se queda en forma de virus latente. Está la Esteban, a la que dada su finura y delicadeza, prefiero no posicionar como grano. El Melendi2, al que si posiciono directamente como un grano en mi nuevo trasero quasi brasileño; están mi niña, mis padres, la Calcuta, Cosita… en fin, todos aquellos que me vais añadiendo vidilla a mi misma y a este blog. Y luego está un protagonista discreto aunque constante en el blog, y nada discreto y más que constante en mi vida: el Carrefour de San Blas. Bueno, pues hoy os voy a hablar de él.

Mis veranos se dividen en quincenas alternas: una sí, ejerzo de madre responsable, una no, ejerzo lo mínimo posible porque aprovecho que mi niña disfruta del turno de vacaciones con su padre en compañía de sus abuelos paternos, para comportarme como si la única responsabilidad que tuviera en el mundo fuera la de pagar mi hipoteca (esa también he intentado ignorarla, pero los **%%@@###!!!! del banco tienen mi número de móvil). Así que cuando no tengo a mi niña, reduzco al máximo mis ejercicios no placenteros, y el que primero cae es el de ir al Carrefour. La primera quincena que estuve sin hija, me alimenté gracias a los restos de barbacoa que el Inti cocinaba todas las tardes para merendar en un plató de TV siriviéndose del calorcillo de los focos (la vida del lucero es pintoresca) y me hinché a panceta, choricito frito, morcilla y mucha, muchísima salsa Romescu (empiezo a creer que lo de mi hormonación no va a tener nada que ver con lo de mis nuevas curvas). Por lo tanto no tuve que ir al Carrefour.

Y al poco de irse mi niña por segunda vez con sus abuelos, se celebró un evento nocturno taurino en un pueblo de Guadalajara llamada Brihuega al que el Inti y CQPP (el Lucero del Alma de Cosita) acudieron en condición de luceros a poner las luces. Como el ambiente emanaba aroma a fiestorro y además, había hotel gratis, pues allá que nos fuimos Cosita y yo. Resulta que la Corrida estaba patrocinada por una empresa transformadora de pollos: los bichos entraban por una puerta de cuerpo presente y salían por otra transformados en sanjacobos, nuggets, alitas, delicias a las finas hierbas, mixtos… Como buena patrocinadora, esta empresa plantó en la puerta de la Plaza su furgón refrigerado cargadito con cajas llenas de kits de sus productos y como buenos anfitriones, las distribuyeron entre las autoridades en concepto de gentileza de la casa. Resulta que al final del evento y de la recogida del equipo lucero, aun sobraban un par de las mencionadas cajas polleras, y el Inti que es muy apañado, hizo las gestiones oportunas para derivarlas del furgón refrigerado hasta el maletero del coche Grison. Pues bien, gracias a esto la segunda quincena sin niña he sobrevivido comiendo pollo de manera exhaustiva, y nuevamente gracias a eso, tampoco he necesitado acudir al Carrefour.

Sin embargo mi niña regresa este domingo de nuevo a su casa, a su mamá y a nuestra vida, y en esta su casa, no queda nada de nada, ni gel de baño, que los últimos días he tenido que recurrir al acopie de botecitos recaudados de los hoteles que tienen de todo y lo he dejado muy menguado. Ayer, tras varias sesiones de mentalización profunda y de otras tantas de ejercicios espirituales (la próxima vez me apunto con Mónica a su Vipassana), me subí a mi Luisi y me fui al Carrefour, pero a la parte comida, no a la parte tienditas (a Pepe Jeans ya no entro) ni a la planta de arriba de libros, discos y menaje, no, yo fui a la parte dura.

Coincide además que un día de esta semana pasada estábamos en casa cenando al amor de la TV el Inti y yo. Ambos comíamos unos platitos de pasta aderezada con berenjenas, unas hierbitas, unos huevillos crudos y unas setitas boletus, que yo acaba de vaciar sobre la receta directamente desde una lata de conserva marca Carrefour, sección Productos de Nuestra Tierra (que es el epígrafe pijo bajo el que venden delicatessen a precio señorita de mala vida, pero encima famosa y de salir en TV). A fin de plato mío (altura segundo plato del Inti) troceé una seta boletus demasiado voluminosa para un solo bocado, y me encontré que estas setas en vida disfrutaron de inquilinos: gusanos. A mi una seta con gusanos nunca me ha quitado el apetito, porque a mi parecer solo saben a seta, y como están hervidos, pues además son sanos y están desinfectados. Y para qué engañarnos, porquerías mayores me he comido otras frecuentes veces. Así que yo, a la manera de CSI, cogí una bolsa de plástico (en mi caso de las de congelación) y con muchísimo cuidado, metí dentro la lata (que tuve que recuperar de la basura), un trocito de boletus y tres gusanos en su salsa, que con eso creí yo que habría suficiente), lo metí en la nevera a la espera del día apropiado y me volví al sofá, al amor de la tele y a mi plato a seguir comiendo mi pasta con berenjenas, huevos, especias, boletus y además gusanillos (porque una cosa es que tuviera la intención de reclamar a Carrefour y otra muy diferente que estuviera dispuesta a quedarme sin cenar).

Así que como ayer por la mañana yo ya sabía que me iba a tocar ineludiblemente ir al híper, había hecho la previsión de sacar la lata con los cuerpos del delito de mi nevera forense y meterla en mi bolso. Al terminar mi jornada de trabajo remunerada, y subida en mi Luisi me puse en camino hacia el Carrefour, paisaje de mi vida.

Cogí carro y muy organizada me fui a la sección pescado, a hacerme con un número lo primero de todo, para que me tocara el turno 803 en lugar del 862, que es algo que cuando sucede desmoraliza mucho mentalmente. Efectivamente, me tocó el 803 y no pintaba del todo mal porque el visor de turno informaba de que el pescado en vías de despache iría a parar a manos de la clienta 795. Me puse cómoda acodándome por la derecha en mi carro frenado por el expositor parte bonito a 5 €/kilo y allí que me dispuse a esperar. El cotarro lo atendían tres dependientas, ninguna española, lo que me llevó a calcular mentalmente la mierda de sueldos que debe pagar Carrefour. Dos de ellas eran latinoamericanas y hacían filigranas con sus piezas, una diseccionando una Merluza hasta dejarla convertida en un único filete largo y carente de espinas, y la otra haciendo lo mismo con una trucha. Se les veía hábiles y diligentes, dominadoras del oficio y del bicho entre manos. Frente a mí, la tercera dependienta, de origen africano, inquiría a mi concliente de la izquierda en tono bajito de voz y con un malísimo castellano muy difícil de entender, qué era lo que quería. El hombre con cara de poca paciencia pidió kilos de bonito y ella con parsimonia y tranquilidad procedió a poner su papel plastificado sobre el plato de la balanza y a añadir gordas rodajas. Una tras otra, una a una. ¿A que parece desesperante?. Pues no, resulta que era sedante. Ella, gordita, a primera vista no muy agraciada según el canon de belleza Vogue, resultaba sedante con su cadencia de movimientos suaves, con la delicadeza con la que sujetaba los trozos de pez, con su sonrisa siempre suave e inmutable en la cara, con la proximidad con la que acercaba la bolsa ya cargada al concliente. Volvió a interrogar en voz ya no bajita, si no ahora suave, en un ya no pésimo castellanos, si no exótico, algo que se parecía a un “¿desea algo más?”, y el señor, con los ojos como platos y sin cerrar la boca ni para medio vocalizar, pareciendo directamente lelo, expresó: “una merluza”. Los demás casi aplaudimos. Para cuando ella sujetaba amorosamente con sus dos manos un pedazo merluzón, mano derecha en la agallas, mano izquierda, muy delicada, bajo la cola, mismamente como si de una persona se tratara, el resto de parroquia clienta ya empezaba a arremolinarse en torno a mi carro, a mi misma y a mi concliente pasma’o dejando medio desierta el resto de la pescadería.
La sensual moza procedió con las tijeras, cortando aletas superiores e inferiores, con el desescamador desescamando, con el cuchillo separando cabeza, y con sus propias manos, separando las agallas y vaciando las cuencas de los ojos, dejando la cabeza limpia y bonita, perfecta para un caldo. De nuevo con el cuchillo en mano, marcó altura de corte de cola y miró hacia el concliente sin perder su dulce sonrisa. Éste, tragando saliva de manera notoria y ruidosa, dijo “sí” y nada más. Mientras ella troceaba en rodajas el pescado, la mitad de los presentes desesperaba por cambiarse con el pez difunto acariciado una y otra vez por sus delicadas manos. Tras la merluza, llegaron unos boquerones, y una lubina a la espalda, y unos gallitos de ración para rebozar con harina, y unas rodajas de congrio… que yo pensaba que nos iba a dejar a los demás sin cena. Mientras tanto, las dos compañeras pescaderas habían liquidado (figuradamente hablando, por supuesto) a otras seis clientas (tres cada una) y así llegamos al momento en el que el concliente medio lelo se alejaba con la vista perdida en la nada, dirección cámara de congelados. La hermosa negra, pulsó el botón y se encendió el número 803: ya está mi turno. Yo pedí una ventresca de bonito (que por algo estaba de oferta) a la que no había que hacer nada de nada, salvo meterla en una bolsa, y según la tuve en mi mano, agarré el carro y me largué cual Alonso que intenta rebasar a Hamilton: desesperada, porque con la cosita aquella de la sensualidad de la pescadera y de la voraz pasión marina de mi compañero de carro, yo llevaba ya una hora pegada al hielo de la pescadería. Si debo añadir, que si bien mis piernas se movían raudas, también notaban cierta flojera no respuesta tras la reciente experiencia casi paranormal.

A la altura geles de baño, me llamó el Inti:
(Inti): - “¿Ande andarás?”
(Yo): - “Nel Carrefú”
(Inti): - A carcajada limpia y aparentemente sorprendido (sospecho que este hombre no termina de conocerme) - “¿Con las setas?”
(Yo): - (¡Oño!, ¡las setas! Desde la mañana en que las había metido en el bolso, no había vuelto a acordarme de ellas) – "Bueno, sí, pero las llevo en el bolso, por ahora sólo estoy comprando, cuando salga reclamaré"
(Inti): - “Vale, pues que yo ya estoy en casa” – (había vuelto pronto de trabajar para continuar haciéndolo desde casa con un programa informático que necesitaba, que él no tenía, que yo si tengo, y que por una de esas casualidades desafortunadas, reposaba dentro de mi bolso justo al lado de la lata de setas en lugar de estar en mi casa al ladito de su ordenón o en cualquier otro punto al que él pudiera dirigirse para buscarlo sin requerir el uso de coche ni de moto).

(Yo): - “Pues ponte cómodo y ve descansando, que ahora mismito voy”
(Inti): - “Que ¿dónde está el CD?”
(Yo): - “En mi bolso… pero ya estoy terminando y voy p allá”
(Inti): - “Coño, Irma...”
(Mi Móvil y yo a dúo): - “Tut, tut, tut...”

A toda leche cogí un bote de gel Lactovit tamaño familiar, otro de Champú Johnsons para niños, cuatro botellas de aceite de oliva, cuatro de Coca Cola Light dos litros, un rollo de film transparente 100m y me fui a la caja de la cajera. Mientras ella me cobraba, o lo que es lo mismo yo terminaba de firmar el recibo de mi tarjeta como “Marta Hari” (lo tengo comprobado: no contrastan los nombres, y oye si en una de estas vuelve a subir el Euribor y mi banco deja de poder pagar mis cuentas, yo podré argumentar muy fácilmente que realmente me llamo Irma, que no conozco a esa tal Marta que compra en mi nombre, y que ya que estamos, que me expliquen a mi cómo es posible que una extraña a mi pueda pagar con mi tarjeta). En fin que mientras terminaba de pagar, pregunté discretamente donde debía dirigirme para reclamar por un producto. Discretamente la cajera me indicó la ventanilla de atención al cliente. Allí me fui.

La ventanilla estaba casi vacía por dentro, solo ocupada por un empleado de la especie Jefe, y por fuera cuajada con un montón de viandantes de la especie clientes esperantes. Tras hablar (con malos modos, por cierto), con su walkie y espero que con alguien del otro lado, me miró a mi y con un movimiento de barbilla me hizo saber que era mi momento de expresarme. Muy educadamente y de manera discreta, le expliqué que quería hacer constar mi reclamación sobre un producto adquirido en su establecimiento. Con las mismas, pero con mucha menos educación que yo, volvió a mover su barbilla para hacerme saber que nuevamente debía expresarme. Con la misma educación mía anterior, que no suya ni anterior ni posterior, pero sin ninguna discreción ya tampoco por mi parte, le hice saber que en una de las carísimas latas que vendían en este mismo Carrefour, perteneciente ella a la re-putada marca Carrefour, y pagado al desorbitado precio de “Productos de Nuestra Tierra pero de Oro”, yo había encontrado las setas boletus enunciadas en su etiqueta y un montón de gusanos que no figuraban ni en la composición ni entre los ingredientes, y que para que sirviera de prueba, aquí adjuntaba la lata, una seta y tres gusanos. Dicho y hecho: saqué la lata del bolso y se la planté en el mostrador ante su cara de estupor y la de asco de mis coviandantes clientes esperantes. Tragando saliva él también y me imagino que bilis y que un montón de quina, me dijo que vale, que lo guardara y que cogiera número. Me tocó el 524 y andaban por el 498. Así que guardé mi número (por si me vale para otro día), guardé mi lata y me fui para casa porque ya estaba un poco harta, la verdad y porque el Inti debía llevar ya un buen ratito descansándo y relájándose desesperado por hacerse con el disco y empezar a liquidar trabajo.

A fecha de ahora, la lata duerme en el congelador de mi nevera a la espera de que el Inti (que cada vez que come lo hace muy requetebien), mi niña y yo misma, liquidemos lo que traje ayer de compra y a mi me vuelva a tocar reunir ánimos y fuerzas para volver al Carrefour.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pero qué chic ta quedao tu nueva casa Irmica!!! Me gusta mucho niña!!

Ay...el carrefúl!!! no es santo de mi devoción dicho hiper...a mí me va más el mercadona, porque gasto menos.

Yo fui cajera del carrefúl en otra vida...eso da pa muchos posts porque tengo historias pa parar un tren...

Lo de las setas y los gusanos no lo dejes niña...que puede ser que estén crionizados y luego resuciten el día que te los eches por la mañana al bolso y vayas por la tarde a protestar!!! jajaajajja

Un besico desde el país que no existe.
Elly (como campanilla...jejeje..me ha gustado guapa!!!)

Anónimo dijo...

Chiqui soy cosita, que mi correo no me deja que lo abra con lo cual no se si me has mandado algún mensaje o algo y además no me deja escribir comentarios en tu blog, haber si este te llega por que llevo escritos 4. Ademas he cambiado de blog, pero empiezo a pensar que no ha sido buena idea, visto que el google me tiene mania
bueno que ahora soy
odryhblogpot.com

IRMA dijo...

Elly cariño, no nos prives de tus vivencias y cuéntanos lo del Carrefú, yo tengo verdadera aventuras trabajando en el Simago de Puente de Vallecas allá por mis años mozos. Me alegra que te guste mi casa, que también es vuestra.

Cosita, corazón, que ya he visto tu nuevo blog, y ya me he reido un ratillo, ya. Por cierto, ayer yendo a otro lado, no sé como me perdí y aparecí ¿sabes donde? si señora, ¡en la puerta de tu casa!. Por cierto, ya sé que CQPP se ha comprado por fin los patines y que tiene martirizados a todos los niños del barrio, yo ya estoy empujando al Inti (figuradamente hablando, lo literal lo dejo para cuando se ponga las ruedas) para que también los compre y podamos hacer apuestas sobre el recuento de moratones. Besitos.