Si hay un lugar común y vulgar que fomenta el comportamiento pintoresco, ese es el ascensor. Yo vivo en un cuarto piso sin tecnología punta, así que a mi no me queda otra opción más que la de transportarme a mi misma y mis compras, mudanzas, y equipajes a pie o a gatas (dependiendo de la hora de arribada y del combustible que me corra a mi por dentro…).
Este esfuerzo ímprobo de mi vida actual me lleva a recordar con nostalgia y mucho cariño la época reciente de mi vida anterior en la que me desplazaba siempre desde el portal en la planta baja hasta mi morada en la planta primera dentro de la cajita metálica de metro y medio por metro y medio, con capacidad para seis personas o 400 kilos de carga.
Allí compartía la ausencia de espacio con mis vecinos superiores (debajo de mí solo vivían los coches), los del segundo be: dos adultos y cuatro niños con aficiones marianas que nos adornaban el bloque por fuera con banderas vaticanas en cada visita del Papa Wojtila a España. La vecina del ático con su perro labrador, viejo, pachón y gordo, y con su inagotable verborrea (la de ella, no la del perro que siempre parecía muy cansado)… El vecino del tercero be, con su apellido gallego y su profesión de contable, que fumaba Ducados como yo pero él en las afueras de su balcón dos plantas sobre el mío y que tenía una puntería única y certera plantando siempre sus colillas humeantes entre los pensamientos de mis jardineras (los vegetales, no las elucubraciones). Cuando yo llevaba un año en este bloque, el hombre contable y gallego se casó con una colombiana que cumplió los veinte años en España y que no parecía nada feliz, como fuimos sabiendo todos puntualmente día a día, y corroboramos otro día más tarde en el que hizo su equipaje y le dejó plantado para no regresar jamás …
Como habéis observado tras esta breve semblanza, la vida en los bloques de vecinos sucede de puertas y tabiques para dentro. Pero el trámite hasta la puerta P a la hora H y en la compañía C, sucede siempre expuesto a los ojos vecinales. Y la intimidad íntima I de la vida propia permanece tan solo defendida por unos tabiques ínfimos absolutamente permeables a la contaminación acústica. Vamos, que de intimidad intima I no queda casi nada.
Aquella anterior casa mía traía además de serie una especie de intercom por tecnología de danones muy curioso (que no será tecnología punta, pero que es eficaz que te cagas) que nos mantenía a todo el bloque bien comunicado. Resulta que la cañería del gas, que subía (o bajaba, según se mire) por la pared izquierda de mi cocina pegadita al fregadero, no debía de estar lo suficientemente aislada y/o cerrada, y si bien nunca sufrimos ninguna baja gaseada ni nos quedamos medio lelos por ningún escape, si que ahorramos muchísimas pilas al no necesitar aparatos de radio. Porque tú te plantabas frente a la pila, estropajo y fairy en manos, y hala, con que te mantuvieras un poco calladita, te enterabas de todas las conversaciones culinarias del bloque que venían deslizándose por el tubillo de cobre (un gran conductor este metal, eso está claro) para servirte en bandeja, sobre la encimera y en tiempo real todas las novedades del bloque. Un lujazo mucho más eficaz que radio patio.
Así que tú llegabas hasta tu casa a la hora H, con la compañía C, posiblemente en estado E (embriagada o embriagadora) y en el mejor de los casos se habría producido de forma discreta y sigilosa, sin haberte cruzado con ningún convecino de cuerpo presente (aunque posiblemente algún ojo indiscreto te habría visto atravesar las zonas ajardinadas desde las ventanas de sus casas orientadas a la zona de esparcimiento comunitario).
Y ya estabas dentro de tu intimidad i minúscula, en el terreno de lo privado. Pero tampoco podías bajar la guardia, porque al día siguiente todo el mundo conocía perfectamente qué era lo que habías estado cocinado dentro (gracias al intercomunicador ese de yogurt) y hasta qué horas indecentes de la madrugada habías estado moviendo cacharros entre tus cuatro tabiques de cuatro centímetros escasos de espesor incluyendo yesos, gotelés y enlucidos. En las caras de los vecinos de ascensor podías leer con absoluta nitidez la amplitud de sus conocimientos a cerca de tu intimidad.
¡Qué tiempos aquellos y qué nostalgias! Yo estoy segura de que mis vecinos de ahora deben de saber lo mismo que sabían los anteriores (a juzgar por mis propios conocimientos), pero yo ya no dispongo de esos tres minutillos de incomodidad compartidos en el ascensor, haciendo que nadie sabe nada de nadie, mientras entablamos fluidas conversaciones en las que alardeamos de nuestros conocimientos sobre meteorología, sobre el cambio climático y sobre la dificultad para secar la ropa en el tendedero con la que está cayendo en ésta húmeda estación.
Pero si hay unos ascensores que sí sigo trabajando y que me reportan experiencias de lo más estimulantes (y si no que se lo pregunten al Inti, que ve uno y se le ponen los pelos como escarpias), son los ascensores de los hoteles.
Como sabéis yo disfruto de una escuálida economía de post guerra, así que cuando le toca a mi bolsillo costear un viaje y las estancias fuera de casa, siempre lo hago apelando a la generosidad de mis familiares y amigos o pertrechada de mi tienda de campaña. Pero las economías de las empresas que llevan y traen al Inti currante si son muy dignas y le llevan siempre a hoteles que tienen de todo (a veces hasta cinco estrellas). Y yo que soy de la de sumar placeres, procuro no perderme ni uno.
Así el Inti se va cualquier punto de la geografía española, y en llegando el fin de semana que mi niña pasa con su padre y el final de la hora de trabajo, yo me subo al Vernon o al Grison (el que no esté en el taller) y pego mi zapatilla de basket al pedal sin levantarlo casi hasta la plaza de toros, polideportivo u otro lugar de sarao que se tercie, donde recojo la llave del hotel y allá que me voy a esperar a mi anfitrión mientras voy gorroneando lujillos.
A uno de esos hotelitos, allá por mayo y por León, me fui yo coincidiendo con el cierre de la campaña electoral de ZP en su tierra. El evento vino a coincidir también y a su vez con un partido de semifinales para ascenso a la liga ACB que jugaba el equipo local, el Climalia de León, contra el visitante CAI de Zaragoza. ¿Y donde se alojaban los bigardos de más de dos metros del CAI? Sí señor, en mi hotel de pegadillo, que es que hay hoteles que parecen enchufados.
Yo, ya he aprendido a deslucir lo menos posible en los hoteles de copetines, pero no por eso me voy a liar a hacer gasto en la parte no pagada, ¡al precio que está! Así que viajo con una mochila de imprescindibles para cubrir cualquier necesidad que pueda surgir durante mi estancia, desde bocatas y picoteo hasta coca-colas, una botellita de medio litro fontvella con un poquito de espirituoso para un cubatilla predescanso y alguna cervecilla por si apetece de pre-rocanroll, eso además de mi bolsón de viaje de floripondios. Esto significa, que yo a estos hoteles llego cargada como una mula, y con un cartel enorme y fosforito que me señaliza como Vehiculo Longo.
Pues con todo ese equipaje estaba yo bien relajada dentro de mi ascensor leonés para mi sola, con la mochila apoyada en una de sus paredes para aligerar el peso y con mi cuerpo mismo desplazado por el volumen de la misma hasta el centro del coso elevador, cuando las puertas prácticamente cerradas del habitáculo que me llevaría a mi solita hasta mi planta se abrieron de golpe obra y gracia de una zapatilla deportiva descomunal que consiguió colarse dentro haciendo cuña. Frente a mi aparecieron cuatro Pivotes más altos aun que el Empire State Building (centímetro arriba o abajo) y todos ellos entraron dentro.
Yo educada y para hacer hueco, me desplacé hasta una esquinilla del ascensor que empezaba a parecer tan de juguete como yo misma, y en esa operación fui rebañando con mi mochila todos los cartelillos que colgaban en las paredes por dentro: el que indicaba el peso y el número de personas máximas, otro con el número de teléfono al que llamar en caso de avería y otro más que prohibía fumar en el recinto. En un único movimiento conseguí tirarlos todos. Mientras y a la vez intentaba aproximar mi bolsón de floripondios hasta mis pies. Al agacharme para engancharlo por una esquinilla, casi me vence el peso de la mochila que se abalanzó hacia delante sobre mi cabeza, haciéndome perder un equilibrio que afortunadamente recuperó uno de los pívot al sujetarme y devolverme a la posición de vertical. Mientras los otros tres se entretenían en recoger los carteles del suelo alfombrado e intentar repegarlos. Todo ello sin espacio apenas para movernos ninguno, que parecía que estábamos jugando al “Enredo”.
Volví a encontrármelos a la mañana siguiente, cuando bajaba a desayunar, y solo se atrevieron compartir conmigo descenso cuando constataron que no llevaba más aderezo que lo puesto y ningún equipaje, ni siquiera bolso. Les deseé mucha y muy sincera suerte para su partido, que no sé si llegaron a ganar o no, la verdad.
Bueno pues este finde he estado en Zaragoza, en el fantástico hotel Boston de cinco estrellas, que tiene todo electrónico, hasta el cartelito de Do Not Disturb y cuando pasas por delante de las puertas de las habitaciones puedes interpretar con bastante precisión la vida interior que sucede en las mismas gracias a la información que ofrecen los leds encendidos o apagados, y se puede adivinar donde se está celebrando una fase disturbios, quien no ha aparecido todavía a dormir y son las tantas…
En esta ocasión nuestra habitación se encontraba en la planta octava, y eso significaba que por muy rápido que fuera el ascensor los viajes iban a dar para bastante. Era muy prometedor.
En una de las ocasiones en que yo regresaba al hotel tras darme un garbeo por la ciudad en fiestas, me colé en el ascensor que ya ocupaban tres maromos de la especie familia bien, que se distingue por la media melena a lo Ánsar ligeramente humedecida, como si siempre estuvieran recién peinados nada más salir de la ducha (más que dominio, arte el que tienen con la gomina), por las camisas y polos Tommy Hilfiger y por la altura de más de metro ochenta bien alimentados que lucen todos (que se nota que ya por los años setenta tenían acceso a los alimentos de importación y comían otra cosa distinta al bocadillo de choped nacional).
Los tres o no me ven o deciden ignorarme y yo hago lo que hago siempre en estos trances, que es imbuirme en mis variados pensamientos mientras observo el movimiento de las manecillas de mi reloj, los iconos de mi móvil o directamente el techo del ascensor, en este caso muy interesante porque fingía un cielito estrellado con lucecillas de esas pequeñitas de árbol de Navidad. Y entonces los tres hombres inician una conversación:
(Pijo 1): - “Jo, no imagináis la situación”
(Pijos 2 y 3): (Asienten con expectación)
(Pijo 1): - “Me llama su mujer y me pregunta: ¿está contigo Luís?. Y yo respondo, mira Patricia son las siete de la mañana y no son horas. No, no está conmigo Luis, no le veo desde las dos de la mañana que fue cuando yo le dejé…”
Y entonces se abre la puerta de la planta cuarta y se van los tres llevándose su conversación sin tener ni pizca de consideración conmigo. Porque para entonces yo ya no disimulaba nada y tenía la oreja pegada y el gesto atentísimo como si yo misma fuera el pijo número cuatro. Puse la mano en la célula fotoléctrica de la puerta para evitar que se cerrara, asomé medio cuerpo esperando que se acordaran de mi y a punto estuve de saltar del ascensor y gritarles que no se podían ir ahora, que tenían que contarme donde estaba Luís y con quien, si le había pillado Patricia, si alguno de ellos era el Luis de marras…
Así que dos días después de la conversación y desde este foro hago un llamamiento público a estos amigos de Luis y Patricia que estuvieron en Zaragoza el sábado 6 de octubre, alojados en la planta cuarta del hotel Boston, para que se comuniquen conmigo a través de este blog y me cuenten el final de la historia, que estoy venga a imaginarme de todo y me va a dar un algo.
P.D.: Haciendo caso a mis críticos literarios, en este caso el Inti, he intentado interlinear abundantemente para que al asomaros a mis post no os de un infarto de lo condensado que me queda.
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6 comentarios:
Chica hay que ver que suerte tienes a mi de cinco estrellas nunca me a tocado, maximo cuatro, Ja Ja Ja Ja.
Aunque como no soy muy exigente me conformo, venga.
Un Beso guapisima
Eso digo yo, Irma, que suerte tienes!! Yo cuando he ido a algún hotel (nunca de 5 estrellas) me lo he tenido que costear yo, aunque mi churri va hoy al parador nacional de León (una pasada, por lo visto), pero yo no puedo ir con él!!
Un beso!!
Hola Cosita, de cinco estrellas y con boda, que en un tris estuve de colarme, que cuando volví al hotel empezaban con el coctel... pero me dió no sé qué, como no estabas tú que te apuntas a un bombardeo y el inti se me queda dormido en cualquier parterre... De todos modos donde esté un NH... Por cierto, estamos considerando quedada de la panda skater con la panda roller, o sea, CQPP, Olgui, Inti, tú, yo y las ruedas, que por lo visto hay un sitio que mola por Valdemingómez. Díselo a tú Lucero del Alma.
Estrella corazón, es que la necesidad agudiza el ingenio y el morro, y yo ahora mismo ya no sé que tengo más desarrollado.
Besitos
Pero Irma como me haces esto...
Que se va a enterar todo el mundo.
Si ya sabes la respuesta.
ja, ja, ja, muy bueno
Por Lenin, Luis! ¡Así que eras tú!. Oye pues cuenta los detalles... y si puedes dame también el tfno de tu amigo, el que te dejó sólo-vosotros-sabéis-donde (que no yo) a las 2:00 en punto de la madrugada.
Un abrazo,
ja,ja,ja
Te "prometo" por el Che que son de IU pero como iban a un hotel de 5* se disfrazaron para que no se les notara.
¿Pero tu crees que se le puede a uno el teléfono de un amigo? de eso nada que yo llegue primero.
PD intimo tú de esto nada que es coña.
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