miércoles, 10 de enero de 2007

¡QUÉ VERDE ERA MI VALLE II! (NO SIN MI MALETA)

Me había quedado contándoos que al día siguiente de la mítica comida navideña de empresa, el íntimo y yo teníamos que coger un avión caminito a Irlanda. Lo prudente y pensado era salir de casa tres horas y media antes de la prevista para el vuelo, porque yo tengo todo mi capital invertido en la hipoteca de mi casa y otras fruslerías por el estilo y procuro estirar la paga extra como un chicle Cheiw (¿qué fue de ellos? ¿los retiró Sanidad por radiactivos? ¿quebraron por no regalar nunca ni un cromo?). Y al íntimo le viene a ocurrir más de lo mismo en cuanto a dosificación de pela, así que para nosotros un taxi viene a equivaler a la comida de los dos en un día, una ronda de pintas en el pub u otras urgencias por el estilo. Nosotros somos plebe de la de transporte público, aunque a muchísima honra, eso sí.
Pero ocurre que tras el desgaste natural consecuencia del alarde gastroetílico del día anterior, a mi no había quien me levantara de la cama, ni el íntimo con poleas: yo estaba abrazadita a mis almohadas como pegada con loctite, sujetando el edredón con los dientes y suplicando entre murmurillos al mundo en general que por dios, me dejaran un ratito más. Y la maleta sin hacer (pero pensada, eso sí, y en mi caso es como tener casi todo el trabajo hecho). Yo tengo una regla de oro que procuro no saltarme casi nunca, y es la de no preparar el equipaje después de la media noche (¡y borracha ni os cuento!), porque a mi la madrugada me pilla siempre con hora bruja y me vuelvo hipercreativa para todo. Me da por probarme mis trapitos en combinaciones imposibles tremendamente originales que encima me encantan, y ¿qué ocurre después?, pues que uno ve las fotos de mis vacaciones y no sabe si la que aparece en ellas soy yo o la Cañizares de "Camera Café" que las dos parecemos la misma.
A mi me encanta disfrazarme, pero de películas. Supongo que si no tuviera cierto pudor que a veces me embarga (jó, quien lo iba a decir) yo sería una actriz estupenda, por eso si fuera posible me llevaría de viaje toda la ropa de mi armario, así me podría levantar un día con el Audrie subido y vestirme minimalista y de negro, y otro día en plan Brigitte Bardot y vestirme en fucsias y cuadritos vichy, o de Catharine Herpburn y vestirme despreocupada y masculina... y todo ello en versión frío invierno de Massachusset o primaveral de la Provenza, eso ya a voluntad metereológica. Pero resulta que yo hace un par de años tuve La Crisis Vital que me dió por curar con terapia de shopping y al final resulta que mi armario tiene cuatro cuerpos y mide cinco metros. Una bobadilla.
Lo de la terapia de shopping parece una frivolidad inmadura, pero de verdad que tiene su aquel. Quizá lo conveniente en estos casos sea recurrir a un profesional del tipo psicólogo-psiquiatra, pero yo tengo mis dudas. Eso de llegar a un extraño y desnudar el alma descuartizando las miserias de uno, las de la familia propia y a veces las de algún ajeno, a mi me parece horroroso, oye, y ya no sólo por el dichoso pudorcillo que os contaba antes, es que además ni te pagan, porque mis miserias y las de mi familia son entretenidísimas, que vamos, Lo Que El Viento se Llevó a su lado resulta una chorradilla rosa y Scarlett una aficionada: lo nuestro es de alto nivel Maribel, que tenemos una genética de campanillas. Pues eso, no solo no te pagan por el entretenimiento y cotilleo esmerado, no, sino que encima van y te cobran. Yo siempre he pensado que eso está muy bien para los americanos, pero que en este país dudo mucho que este tipo de profesionales tengan tanto futuro, ¡con lo dados que somos a la cañita con los amigos, a la exaltación de la amistad y a los cantos regionales!, y en caso de crisis nos acodamos en la parte cómoda de la barra, soltamos el rollo, montamos el número y nos vamos a casa como nuevos. Pues eso, que a mi me resultan demasiado aparatosos con el tema del diván, y sin poner tapa ni nada. Vamos, para mis crisis desde luego yo no les veo, y mira, si uno compara los cargos en mi VISA en concepto de terapia con la minuta de un profesional de lo suyo (que para lo del shopping yo soy más profesional que nadie), pues vamos a ver qué resulta más caro, que por ahí por ahí.
En fin, que en esas andaba yo, aferrada a dos minutillos más de cama, luchando contra el reloj implacable y contra el íntimo que ya estaba lavadito y peinao: él con su mochililla funcional en la puerta y yo con mi maleta de floripondios aun en mente. Sobreponiéndome a mi misma me arrastré hasta la ducha, me adecenté en lo posible, y me lié a hacer y deshacer hasta tres veces (¿o cuatro?) mi equipaje eliminando un millón de Irmas posibles hasta resumirlas en los diez apretaditos kilos que cupieron dentro, que parecen muchos pero no es ná (en ropa, en peso arrastrado, si). A saber: el tema impermeable para la verde Irlanda en la que siempre llueve, apenas dos vaqueros y dos jerséis, un equipamiento lencero y dos pares de calcetines por día (con uno solo en invierno yo no soy nadie, que mis pies son grandes y sensibles). Y el resto del espacio para mi neceser bien equipado. Como suponéis, el íntimo viaja con lo puesto, unas camisetas para por si acaso, calzoncillos y calcetines a razón de un juego cada dos días (el tema de la vuelta y vuelta) y una mini cuchilla de afeitar. Según él, el resto de lo necesario está en los hoteles, por eso el muy ingenuo me sugirió que dejara la mitad de mis cositas de aseo en casa. Yo os cuento.
Previsora y todavía en la edad tonta para lo del cuidado íntimo de depilación y lencerías finas, yo había ido a hacerme la cera una semanita antes (un consejillo, chicas: cuando vayáis a depilaros, aseguraros de ir con tiempo, nada de meter prisas a la esteticién, y si no, aceptad sólo lo que ella diga que da tiempo, nada de pretender que os haga axilas, piernas completas, ingles brasileñas y cara todo en media hora (especialísimamente lo de las ingles brasileñas), que luego os escaldan y cuando os quitáis la ropa dais penita porque parecéis recién desolladas, y sé de lo que hablo), así que yo cuchilla no necesitaba.
Pero tengo el pelo largo, y según nuestro peluquero Dante, finísimo. No he terminado de desenredarme y ya empiezan a hacerse nuevos nudos. Conclusión: yo no viajo sin mi acondicionador, que ya en una ocasión nos vimos el íntimo y yo haciendo turnos de cuarto de hora para intentar desenredarlo con un peine de los de plastiqué que te ofrecen en los hoteles que tienen de todo. En serio, yo salgo de la ducha, me seco con la toalla y soy como la mujer de Atapuerca: el mismo look capilar. Obviamente si no viajo sin mi acondicionador, mucho menos sin mi champú, que no sabéis lo que es intentar lavarse una melena con una pastilla de jabón, se te pierde ahí dentro y ya no vuelves a encontrarla nunca más. Imprescindible el cepillo (más mono, naranja con florecitas, el que compramos mi amiga Olgui y yo el día que nos abdujo el rojo), y menos aun después de las experiencias con los peines de hotel. Ya que estamos incluyo el gel y la crema corporal ambas hidratantes (y reafirmantes, por lo de mi portada futura en el Interviú) sobre todo si voy a sitios fríos, porque yo tengo una piel que es un asco, a mi no se me curte, a mi directamente es que se me abren las carnes y luego voy por todas partes rascándome como si tuviera una invasión de pulgas, y ya sé yo que las pastillas de jabón de los hoteles se hacen con sosa cáustica y sosa cáustica nada más. Obviamente y por razones mínimas de higiene también llevo desodorante, cepillo de dientes y dentífrico. Pues ya que llevo todo eso y necesito el neceser grande, me cabe el perfume y también lo llevo, que oye, a mi me gusta oler bien además de a limpio.
Así que cuando el íntimo ya andaba resignado a coger el taxi matando el tiempo a dos carrillos con sandwichines del exquisito pisto que mi abuela hace casi exclusivamente para mi hermana (que es su nieta favorita) y de los que a mi madre y a mi sólo nos toca una muestra en tarrito de los de caviar por sesión de embotado, aparecí yo sorprendiendo con un "que ya estamos". Y es que otra cosa que tenemos en común el íntimo y yo además de las rarezas son los huevos (en mi caso cuadrados, pero ¿a que parecía que no teníamos nada?, ¿eh?). Ahí estaba yo más chula que un ocho y más feliz que una perdiz (¿porqué son tan felices?), cerrando mi casa con quince vueltas de llave y diciendo un largo bye bye a mi gato tiñoso, a mi casita misma y a mi Luisi que dejé bien aparcada bajo un árbol de mi barrio al lado de los contenedores de basura.
A todo esto eran ya las cuatro de la tarde, íbamos con una hora de retraso sobre nuestro planing y yo estaba todavía en ayunas, pero si no me alimento soy una ruina. Así que aprovechando el cambio de bus a metro, hicimos una paradita técnica en un "Café y Té" donde me pedí un panini de jamón de molde y queso, y el íntimo, que todavía andaba eructando pisto, un café y un bollo. Para el que no lo sepa un panini es un bocadillo caliente (que tarda en prepararse más que el frío) pero en caro. Si hubiera sabido que iba a ser el primero de tantísimos sandwiches de jamón de molde y queso, habría pedido paella. Este pequeño lapsus para el avituallamiento nos hizo ya ir directamente de cráneo con lo del tiempo, según nuestras previsiones (en especial según las del íntimo, que había dado por hecho que conmigo íba a llegar más que justo tirando a tarde).
Como no se cierra una ventana sin abrir una puerta, la solución nos llegó en forma de mujer de sensenta y todos, rubita, regordeta, agobiadísima, y que parecía diminuta con su maletón descomunal que perfectamente podía contener un cadaver de humano-marido medio de 1,80 de altura y 90 y tantos kilos de peso y con un pequeño troley que no debía pesar demasiado pero que le ocupaba una mano de las veinticinco que necesitaba como mínimo para arrastrar la otra maleta. Allí estaba ella, a cuarenta minutos de que su avión partiera rumbo a Yugoslavia, perdida en mitad del transbordo de Nuevos Ministerios, gracias al descuadre que la había hecho el pintoresco tráfico navideño que vagaba perdido entre las obras de nuestro muy mentado Gallardón que inasequible al desaliento se ha impuesto como cruzada personal hacer de Madrid una ciudad que no conozcamos nadie, (o que por lo menos no sepamos cómo llegar a lo que conocemos), todo ello a golpe de martillo hidráulico y accidentes laborales (ya está dicho). A mi me dió mucha penita porque aquella mujer me recordaba mucho a la madre de la Cruela (fisicamente, no en lo del marido en la maleta).
Mi íntimo que es muy generoso, amable, majo y rematadamente Piscis como yo, se ofreció cortesmente a ayudarle llevándo el maletón desde el metro a su mostrador de facturación en la Teminal 1. Oye, decir esto y llegar a final de trayecto en la Terminal 2 (a kilómetros de distancia de la 1), bajarnos del vagón, y la mujer empezar a correr como un gamo, con el troley ondeando al viento tras ella. El íntimo corría lo que podía, sobre todo para no perderla de vista, con su compactísima mochila que también pesaba diez kilos (lo comprobamos al facturarla, para que veáis bajo que mínimos he viajado yo) y con la maleta del difunto trabándosele cada dos por tres entre las piernas propias y las ajenas de otros viajeros. Yo iba detrás suplicando a dios que me teletransportara (pero como soy atea, no tengo yo mucha mano con él), con mis propios diez kilos de excasísimo equipaje de floripondios a rastras y mi propio malestar general. Yo creo que la mujer era la abuelita blanca de Carl Lewis, porque cuando llegamos al mostrador de Lufthansa casi le sobraba tiempo y todo. Daba gloria ver su cara, llena de agradecimiento, con las lagrimillas asomando a su ojos. A quien daba pena ver era al íntimo, sudando a chorros por todos sus poros (¡y doy fé que tiene trillones!) absolutamente derrengado, al borde del infarto y con casi cuatro kilos menos que se le habían ido cayendo por el camino.
Eso sí gracias a la abuelita yugoslava, a lo rápido que pasamos el control de seguridad (es que nos habíamos bajado de internet todas las normas e íbamos preparados, sin cinturón, casi descalzos y ni una gota de líquido encima, sobre todo el íntimo, que lo había sudado todo, sin embargo detrás de nosotros iba un pobre inocente que llevaba un bolso de viaje cuajadito de botellas de licores y no sé si al final tuvo que bebérselas para no hacer de nuevo la cola de kilómetro y medio para facturar o si abandonó la bolsa arriesgándose a que cerraran el aeropuerto por paquete sospechoso, no sé) pero en fin, gracias a los factores mencionados y al retraso que traía nuestro vuelo de bajo costo, nos sobró como dos horas de aeropuerto mirando tiendas estupendísimas en las que yo no podía gastarme ni un duro por el asunto ese de estirar la paga extra...
Y ya estábamos en el avión, sentaditos y volando rumbo a Dublín. El próximo capítulo chicos, ya sucede en Irlanda.

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