Hoy voy a hablaros de un protagonista de mi vida al que todavía no le he dado suficiente cuartelillo en este blog. Alguien que nos acompaña desde hace años a mi hija y a mi, que me espera en mis ausencias y se acurruca a mi lado en el sofá, en la cama o donde haga falta siempre con un mimo dispuesto, y una mirada solicita: mi gato Machín (je, je, que bien si hubiera sido un hombre, ¿eh?).
Mi gato Machín en realidad tiene nombre compuesto: Machín Galipó. Lo de Machín viene de que toda su vida, incluso cuando tenía semanas, se ha comportado como un angelito negro, porque es un gato negro negro tizón, (como de bruja piruja) y bueno, buenísimo. Lo de Galipó es porque está todo el día tumbado pegado al suelo e imposible moverle de ahí, como el chapapote. Este gato pese a tener nombre doble, como cualquier ejemplar humano de alta alcurnia y re-putada sociedad, es un espécimen callejero callejero, recogido de la protectora de animales, que a su vez le había adoptado de una camada nacida de una gata de la perrera. Su madre había muerto en el momento de parirles… una triste historia. No hubiera sobrevivido ni un día en el mundo real (mi casa es un paréntesis espacio-tiempo), porque el bicho me salió alérgico al pescado y al marisco (se le hincha el morro y le salen pupas en las orejas), al polvo (le produce baterías de estronundos) y al polen (le produce asma). Vamos de la especie mierda-gato.Bueno, pues a este gato pese a todo orondo y feliz le acabo de cambiar su nombre compuesto, y desde hace unos días le llamo Rajoy. El año pasado mi gato tuvo un desdichado accidente con el alfeizar de la ventana, la cortina que todo lo tapa, y la persiana. El estaba tan pichi tumbadito al sol en el quicio de la ventana de mi habitación. La cortina estaba a medio correr (una hoja si, la otra no). Era la hora de irse al cole (casi tarde, como siempre) con mi retoño florido, y el día prometía de los de sol de justicia, así que decidí cerrar la ventana y bajar la persiana. Miré, no ví al gato, procedí a proceder, y de un nefasto persianazo le lancé cuatro pisos sin ascensor abajo. El animalito que estaba gordo como Fraga en sus tiempos de Palomeras (ahora no, gracias a una drástica dieta le tengo como al Fraga actual, con los pellejillos colgando), cayó con dudoso arte felino (de morro y de pata delantera) y se rompió un colmillo, el paladar y tres dedos de una pata. La veterinaria y yo decidimos dejarle la patita coja, que soldaran los huesos como pudieran por su cuenta a cambio de ahorrarle una operación o dos. La pata no le ha quedado para una exposición, que parece que tiene una palmeta de pato en vez de una manita blanda, pero la apoya casi perfectamente, se sigue subiendo a los mismos sitios de antes (incluyendo quicio de ventana y barandilla milimétrica de mi balcón) y no le produce el mínimo sufrimiento. Para su vida de gato tumbado doméstico, desde luego le va perfecta. Lo del paladar fue otro tomate. La veterinaria le operó un jueves, y por la tarde ya se había comido un punto. El sábado le volvió a operar, y el domingo ya había vuelto a abrirse un poquito. Y es que las roturas de paladar en estos bichos son unas averías muy difíciles de reparar. Pena daba ver al animalito intentando comer y beber el agua que se le iba por el otro lado. Así que para ayudarle empecé a darle de beber del grifo, una postura la de boca arriba mucho más digerible que la de boca abajo. Un defectillo que tiene este gatito, es el de quererme mucho. Dicho así tampoco parece defecto verdad. Bueno, pues cuando estoy acompañada por alguien que le resta protagonismo se pone muy muy nervioso. De hecho en una noche de jolgorio, la Cruela y yo decidimos pagar los servicios a pachas del canguro de mi hija y que se quedara también con la suya, las dos niñas en mi casa. Su C estaba de viaje, y nosotras ambas dos con planes. Mi plan se prolongó un pelín más que el suyo y ella se acostó pelín antes y en mi cama, a mi gato casi le dio un soponcio y se hizo pis encima de ella misma. Pa’ habernos matado, mayormente la Cruela a mi gato y a mi misma.
En fin, por no desperdigarme. Que cuando finalmente se arregló el paladar de Machín, yo le devolví a la vida sin lujos del bebedero. Y le sentó como un cuerno. A mis espaldas, mi padre se apiadaba de él, y cada vez que me visitaba le abría el grifo para que se surtiera a placer, hasta que yo me enteré y puse el grito en el cielo. Y a partir de entonces el grifo de mi gato está cerrado definitivamente. Y vosotros diréis ¿mujer qué te cuesta?. Pues mucho, que vosotros no sabéis lo que es intentar quitar pelos negros de la loza blanca. Pues eso. Total que desde ese momento, mi gato se sienta frente a la puerta del baño a maullar reivindicativo total. Pero mi aguante es eterno, y el de mi hija mucho mayor, porque además le da el gusto de poderle regañar por plasta, que a ella eso de tener un subordinado le encanta, porque por orden natural, si en mi casa hay bronca le toca a ella. Con el tiempo, el gato cada vez maulla menos (solo cuando alguien se acerca al baño) pero ahora ha pasado a la acción. Ha dejado de montar sólo bronca y ha empezado a manifestarse. Ahora cuando le impido la entrada al baño, se va directamente al recibidor o a la puerta del salón (que queda justo enfrente de la puerta de entrada total) y se planta un pis de los que le hacen poner carita de gusto. Voy a pis diario, que no me atrevo ni a decirle mu. Porque claro, una cosa es aguantar su verborrea, y otra muy distinta convencerle de que desista de su estrategia. Es cerril, da igual lo que hagas o digas, no se puede negociar con él. Le echas del baño, y despacito, despacito, más chulo que un ocho, se va para la entrada y planta su pis. Me entendéis ahora. Yo es que me siento impotente como Zapatero (aunque sí sé lo que cuesta un café).
lunes, 26 de marzo de 2007
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