martes, 14 de agosto de 2007

EL VERNON HA MUERTO, VIVA GRISON

El mítico Vernon reposa aparcadito frente a mi casa, con aire de muy cansado y cara tristona, como resignado al retiro, soportando estoico y con dignidad los cartelillos de SE VENDE que a traición el íntimo le ha pegado en las lunetas.

Y a mi me da mucha penita, porque este coche va a quedar unido a mi recuerdo y a los anales de mi historia personal de la conducción por ser el primero que me llevó y trajo, el primero que yo he conducido en mi vida sin profesor de autoescuela, y con el que me he diplomado este año recorriendo la geografía española a la zaga de los hoteles gratuitos del íntimo que sí tienen de todo. Cual mono Amedio detrás de Marco. Cual Marco en búsqueda de la pista incierta de su mamá.

Con el Vernon he disfrutado de días cargados de emociones, he superado retos, he ido un poquito más lejos, probándome a mi misma que como decía Buzz Lightyear, tras el infinito hay mucho más.

Aun recuerdo el día de hace un año recién cumplido. Puedo verme con mi carnet provisional recién recogido y bien aprisionado entre mis manos, con el corazón henchío de gozo, y mi satisfacción personal porque tras haberlo intentado durante diez años, tres matrículas en autoescuelas distintas, un año seguido de prácticas (o lo que es lo mismo, un dineral de escándalo), y tres exámenes en Mósteles, había conseguido por fin mi licencia para rodar por el torrao asfalto despaña y a solo un día de mis vacaciones.

Subida en el autobús urbano, agarrada a la barra roja, toda mi yo estallaba en saltitos. Con mi sonrisa más radiante dando dos vueltas y media a mi cara llegué a mi barrió a celebrar con el íntimo el nuevo acontecimiento. Él mimético con mi efusión, soltó también efusivo: “¿Irma, quieres llevarte mi coche en tus vacaciones?”. Sin parar de dar saltitos ni menguar un diente mi sonrisa en espiral, respondí preguntando: “¿y no será arriesgado?”, porque hasta aquel momento mis manos no se habían posado sobre otro volante que el del coche de la autoescuela. Sacando la bandera aventurera y osada que tantas veces enarbola enhiesta el íntimo, imbuido por mi entusiasmo, dijo igual de cantarín “no lo sabrás si no lo pruebas, y algún día tendrás que empezar a conducir”, saltarina yo también y aun más entusiasmada de entusiasmo, respondí “vale, que sí, que la vida es de los intrépidos”, un poco menos entusiasmado pero aún saltando el íntimo en bajito respondió “vidas breves, eso sí”.

La noche la pasé en vela, toda excitada por la emoción en ciernes y con semejante acojone tras la borrachera de osadía, que no pude parar de dar vueltas y brincos en la cama y patadas y codazos al íntimo que reposaba en ella y a mi lado. En la patada quince, con los ojos hinchados como almendras verdes en su funda permitiendo apenas intuir sus pupilas, él me dijo:

(Él): -“que estoy pensando que lo ideal sería que te acompañara alguien”.
Y yo sintiéndome un poco menos valiente:
(Yo): -“pues si, la verdad…”,
Y él:
(Él): - “¿no conoces a nade que quiera hacer contigo este viaje?”
Y yo, por dentro y para mi misma
(Yo): -“no sé ni si quiero ir yo misma conmigo conduciendo…”
Pero por fuera
(Yo): -“pues no muchos, no…”.

Y seguimos con lo que estábamos, él intentando dormir y yo dando brincos e involuntarias patadas. A media mañana siguiente me llamó por teléfono: “oye, que he pensado que voy contigo hasta Burgos” (mi primera etapa del viaje previsto atravesando toda España hasta una playa de Santander).

Ese viaje fue mítico. Me salté todos los semáforos en rojo desde mi casa en el extrarradio de dentro hasta la Castellana de fuera (el inti consideró que era mucho más didáctico comenzar conduciendo por ciudad en lugar de por M40). Ensayé en una vía de servicio paralela a la Nacional Uno el sofisticado y complejo mecanismo del “frena, arranca, frena, arranca…” que el íntimo consideró rudimento único imprescindible para que llegáramos a cualquier lado. Lo demás decidió dejarlo para lecciones más avanzadas y momentos menos vitales. Sin pasar ni medio pelo de mi límite de velocidad permitido (80 km/h), el Vernon rodó de Madrid a Burgos en la nada desdeñable cifra de seis horas y un poquito, tras alguna parada para hacer pis y alguna otra para bajar el nivel de adrenalina a niveles compatibles con la vida.

Pero llegamos en medio de un frío rallando el bajo cero que los de allí llaman “fresquillo” (que es lo que tiene Burgos, que hace frío hasta en verano. Eso, una catedral de escándalo y el “honor” de haber sido la primera capital de la España franquista de la era Nacional). En una acera me esperaban mis exsuegros (casi azules) con mi niña de la mano, dispuestos a cedérmela unas semanas para que disfrutara de ella en mi turno vacacional. En la misma acera, me esperaba también el portal de la casa prestada donde iba a pasara la noche. Y frente a ella, el Vernon abandonado sin aparcar, con las puertas abiertas como las orejas del Príncipe Carlos, y con el Inti sudando sangre, aun sentado en el asiento del copiloto, con el pulso todavía alterado (no se le pasó hasta el tercer orujo que se tomó de un trago, dudando si beber por vasos o tirarse en plancha a la botella como el mismísimo Ánsar en un simposio de bodegueros y en la intimidad de su hogar). Con el aliento de la muerte aun resoplándole el cogote se sentó frente al volante, dudó entre cerrar puertas y pisar el acelerador bien a fondo para desaparecer para siempre jamás, o aparcar. Hizo esto último. Ya en la casa, tras el cuarto o quinto orujo y con la voz notablemente afectada, me dijo. “Vale, te acompaño hasta la playa y punto”. Con el sexto orujo yo le veía mover los labios en lo que, sin ser nada experta, intuí como maldiciones varias a la hora en que me ofreció su coche, el día en que se lo compró y el año en que me conoció y se desorientó hasta tomar la dirección que le encaminaba adentrándose cada vez un poco más en el galimatías que es mi vida, en lugar de salir pitando por la contraria, tal vez más sensata y propia de sí mismo. De vez en cuando movía la cabeza hacia ambos lados, en lo que yo supe que era la pregunta que le martirizaba una y otra vez: ¿cómo era posible que él tan alérgico, especialmente a la infancia, hubiera acabado un treinta y uno de julio, casi uno de agosto, en una casa de Burgos, con una loca insensata aferrada a un volante que no pasa de 80 por hora y no mira los retrovisores, ni los carteles, ni las señales ni nada de nada salvo lo que ella llama negro y es la carretera, con una niña marcianilla como colofón, que habla y mucho y sin parar, de animales que solo existen en su imaginación?.

Pero también llegamos a la playa y pasando por Bilbao para visitar a mi amiga Ra, y además conseguí hacer un trompo con el Vernon, hito que he repetido fácilmente después pero sin querer, y que no logró nunca con este coche un experimentadísimo profesor de condución intrépida del RACE. Cuatro días después, mi niña y yo decíamos adiós al Inti, que se volvía montado en su coche, a su vida ajena y carente de madres intrépidas y niñas imaginativas. Yo le despedí con la pena y la certeza de que jamás volvería a verle. Y mi niña con la alegría de que terminado ese trámite nos largábamos a la playa.

Pero volví a verle. Y no sólo eso, si no que volví a guiar su coche con él de cobaya sentado a mi derecha. Esa vez eludimos Nacionales Unos, y circulamos por las carreteras comarcales que son más bien caminitos de gravilla y tierra, cuajaditos de bonitos pueblos a rebosar de románico, placitas pintorescas y gente, mucha gente. En ese viaje aprendí a cambiar de segunda a tercera y de tercera a segunda, en función de la curva o de la recta. A girar bruscamente con la mano de un solo volantazo y a subir las cuestas arrancando con el freno de mano. También aprendí que cuando se va marcha atrás girando hay que mirar hacia atrás pero también hacia delante. Esto lo sentí muy vivamente en las propias carnes del Vernon, altura morro, faro izquierdo, donde estampé el magnífico paramento románico de una bonita iglesia románica de un pintoresco pueblo castellano, dejando al Vernon con la chapa repujada, al íntimo y a los paisanos del pueblo presentes en la plaza, sin palabras y frotándose los ojos, y la bonita iglesia románica en la bonita plaza del pintoresco pueblo castellano, resistente en pie después de al menos diez siglos, mordida en un ladito, y con parte de tintura verde Vernon transferida a sus históricos sillares. Arranqué a todo meter y me largué antes de que nadie con la boca abierta pudiera cerrarla y reaccionar.

Después el íntimo que es un osado se largó a la África más profunda (más cerca él lo sentía como al lado), dejándome las llaves de su coche, y su coche propio a mi cargo, diciendo, que un golpe o dos más daban lo mismo, simplemente me advirtió “procura que no sea contra otro coche ni contra una persona viviente”. Y yo le hice caso, como bien sabéis: me golpeé solo contra una columna de garaje.

Del resto ya conocéis toda la historia: la habéis ido leyendo aquí. Con el Vernon he aprendido como funciona un túnel de lavado y lo importantísimo que es entrar en el sin pisar el freno. Tanto como acordarse de quitar el de mano cuando se vaya a circular de un punto A a uno B.

Con el Vernon me he dado el único golpe que lleva mío mi Luisi. Este es un episodio que no he contado aquí antes por pudor, y que solo ahora cuento, porque estoy un poco floja por la emotividad de la despedida a ese coche viejo que ahora nos deja y que tan buenos servicios nos ha prestado.

Yo en Madrid me muevo siempre con mi Luisi, porque es pequeñita y apañada y cabe en cualquier lado. Pero cuando el viaje era más largo, ahí siempre entraba en acción el Vernon, grande, aparatoso y pesado, pero seguro como un tanque, podía ponerle a más de cien sin sentir que se aflojan los tornillos con la vibración ni que las chapas se fueran a caer de un momento a otro. El Vernon ha dormido mucho en mi calle al lado de la Luisi porque el íntimo es motero y lo conduce muy poco, pero a veces también dormía en la calle de su casa propia. Y ésta que os voy a contar, era una de esas veces. Yo me iba a ir en pos del gorroneo en hotel todo gratis el finde y tenía que recoger el Vernon de la calle del íntimo. Propuse a la Cruela irnos en mi coche las dos hasta su calle y luego volvernos hasta la nuestra, ella conduciendo mi Luisi y yo el Vernon. Mucho mejor que ir andando o en autobús, algo que no he vuelto a hacer nunca jamás desde que me convertí en la conductora novel que conocéis.

Llegamos al punto de acera donde estaba el coche, me bajé de la Luisi, me subí en el susodicho, arrancó la Cruela y arranqué yo tras ella, sin haber colocado ni asiento, ni uno solo de sus espejitos. Callejeamos no muy deprisa respetando cedas el paso y semáforos mientras yo me iba apañando entre conducir y ajustar el coche a mi medida. Y llegamos a la incorporación a la M40. Y la Cruela frenó con mi Luisi, y yo frené con el Vernon, y aproveché para colocar el retrovisor de dentro. Y la Cruela arrancó con la Luisi, y yo arranqué con el Vernon sin soltar el retrovisor. Y la Cruela frenó porque venía uno, y yo no porque estaba mirando al retrovisor. La embestí con el Vernon, la desplacé hasta sacarla a la M40, le esquivó un coche, nos dio un ataque de risa, los otros coches nos esquivaban aun más rápido pensando que estábamos locas de los nervios y que podíamos ser peligrosas. Y seguimos hasta casa donde comprobamos que el Vernon es un tanque que ni había notado el roce (lo que me lleva a pensar el calibre de los otros dos golpes que sí le arrugaron y muy mucho), y que mi Luisi está tan ajada que no conseguimos saber cual de todas las marcas era la del último golpe.

Sé que soy la única persona que es capaz de golpear los dos coches que conduce el uno contra el otro. Pero esto también es un talento.

En fin, que el Vernon nos deja. Recordemos los excelentes momentos que nos ha brindado. Guardemos su recuerdo en lo más profundo de nuestras agradecidas memorias, donde se guarda todo lo bonito que se embellece aún más con el paso del tiempo. Ya está: guardado. Saludemos al Grison, que llega a reemplazarle y sin saber donde se mete, me parece a mi que va a tener también un viaje interesante. Pero eso es lo iré contando en los próximos capítulos.

P.D.: Sigo sin saber como dejar mis propios mensajes en mi propio blog, así que allá van mis recadillos:

Cosita tesoro ¡que nos vemos en la boda! je, je, va a ser de antología. Nena, tengo que ir a verte porque con esto de las hormonas y mis nuevas tallas ya no quepo en ningún trapito.

Luís, que qué gustillo para el foro que no estés de vacaciones. Ya me imagino que tú lo ves de otra manera...

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