La imaginería erótica de cada cual es muy poderosa. Yo ya he conocido unos cuantos hombres que cuando les preguntan cual es su ideal de mujer, responden sin muchas vacilaciones con una bronceada Bo Derek en pernetas cabalgando un caballo blanco por la orilla de una playa. Y se evaden, y les cuesta volver. Hay otros sobradamente capacitados para la divagación, que en la difícil edad de los despertares y la pubertad, no podían ni con la trigonometría: leían seno, y se ponían malísimos, coseno y aun más malos, a sobre b, y tenía que ir a aliviarse…
Las mujeres acostumbramos a ser de otra pasta, y los primeros encantos con los que nos llenamos la boca suelen ser esos de la inteligencia, la sensibilidad y el sentido del humor. Es en la segunda vuelta cuando se nos empiezan a poblar las cabezas con Georges Clooneis, Bratts Pitts, Seanes Connerys o Roberts Redfords según generaciones.
Hay una viñeta de Mafalda en la que ella pregunta: “Mamá, ¿y tú cuando conociste a papá sentiste que te devoraban las llamas de la pasión, o que apenas se te tostaba algo?”.
Yo ya soy de la que me hago poco a poco, despacito y por todos los lados, como si fuera un pollo al ast, muy poco dada al fogonazo de la autocombustión, la verdad. Soy sensible a los encantos esos que van llegando al ralentí, como la inteligencia, el sentido del humor, la capacidad de disfrute y lo de ser buena persona, todo ello mantenido a lo laaaaaargo del tieeeeempo. Esos ralentís son los que me llevan a apreciar, a disfrutar otros talentos y hasta a competir en ellos, del tipo capacidad de eructe diciendo A-NAS-TA-SIA sin forzar, y a entrenar para conseguir el siguiente reto A-NNA-KA-(esta sílaba si que es difícil)-RE-NI-NA. Pero claro, no se puede decir que esas virtudes sean las que yo vengo a disfrutar ni lucir a primera vista. Para eso me hace falta estar ya bien cocinada. Porque yo de entrada, me encuentro con un individuo de cuarenta años por la calle que me eructa ni cuatro ni veinticinco sílabas sin decaer la presión del gas, y os aseguro que lo más probable es que se me desplomara la lívido hasta los pies y solo me diera para pensar que seguro que es técnico lucero (es una habilidad que se demanda, ver vivir rodando). Pero no se me ocurriría imaginarme como quedaría adornando los cuadrantes de mi cama. Aunque fuera el mismísimo George Clooney.
O sí se me ocurre: si llevara una pedazo moto bajo el culo o lo hiciera a través de la ventanilla de un Porsche.
Y es que he descubierto recientemente que a mi lo que me pone de verdad de la buena es el olor a gasolina y el motor de explosión, que para eso si que me da lo mismo si es de cuatro o de dos tiempos.
El íntimo es depositario de los talentos antes mencionados, y también del de asignar el valor justo (pero muy muy justo) que tienen las cosas y prescindir de todo lo que pudiera resultar superficial e innecesario. O dicho de manera mucho menos florida y con la voz de la Cruela: “TÍA, ES UN CUTRE” (porque ella consigue decir las cosas con mayúsculas). Y en lo que tiene que ver con los utilitarios, es un hecho que compite conmigo en el ahorro de inversión en coche y moto (y costaría saber quien gana). Así hasta hace poco disponíamos del mítico Vernon, un BMW 520i del año 1991, color verde verde, por todas partes menos por una esquinilla del culo que es verde spray carrefour un poco menos verde, por un retrovisor que es gris apañado de otro coche y menos por dos severos rozones obra mía, y que ya no tienen pintura y son de tono chapa oxidada. También usaba hasta hace dos telediarios una moto Suzuki 500 vieja para desplazarse sorteando el denso tráfico de Madrid. Esta moto pierde aceite por arrobas y Troy anda indignado con el charco que tiene plantado frente a la puerta de su gimnasio donde el inti suele aparcar su moto cuando viene a visitarme. Me dice que gracias a la flojera de esfínteres de la moto del íntimo y a la homofobia que este país tiene bien agarradilla a la médula, se está viendo obligado a soportar un recochineo en el gimnasio que no es humano, aunque él puede resistirlo gracias a los años que lleva fortaleciéndose mentalmente al lado de Dante. Pero que un día va a salir algún cliente por su puerta, va a patinar sobre la balsa de aceite y vamos a tener una desgracia, y que él no piensa pasar el cargo de gastos médicos a su seguro, que esos me los pasa directamente a mi buzón, y añade muy serio, mirándome a los ojos fijamente "porque yo sé donde vives" (vamos juntos a las reuniones de esa nuestra Comunidad de Vecinos, y son muchas, obra y gracia de las derramas).
Pero esto ha cambiado: hace nada el ínti ha dado un giro de 720º (dos vueltas sobre un pié cual grácil bailarina de ballet adornado con un pliez) y ha renovado todo su parque móvil. Así el Vernon pasa a mejor vida sustituído por un Citroen Xsara absolutamente impersonal, color plata impersonal, y un bollo personal altura guardabarro derecho delantero que no es mío, y que trae de serie para ahorrarme el trabajo. También trae dos airbags (aunque no ABS, un accesorio que yo llegué casi a quemar en el Vernon), trae aire acondicionado, trae cierre centralizado y sobre todo trae una radio con frontal extraíble, CD y MP3, que a mi me pone sonrisilla boba cuando imagino en lo que van a ganar en calidad ambiental mis viajes, a años luz de aquellos amenizados con el Fisher Price de mi niña (micro incluído) enganchado al mechero del coche reproduciendo cintas casettes.
Pero eso no es lo gordo, eso solo viene a colmar mi satisfacción de gorrona motorizada por cuenta ajena. No, lo que ha hecho que mi lívido suba hasta límites desorbitados y mi adrenalina ande disparada como una botella de cava agitada por las manos de Alonso, es el pedazo de moto Kawasaki Todo que se ha comprado. Por fin una moto adulta y de verdad. Yo debo decir que a mi las motos me han dado miedo siempre. De hecho cuando alguna vez íbamos en la Suzuki Sarasa a tomar un cacharrillo por los centros de los madriles, yo hacía el viaje de ida tan tensa, que había que separarme las piernas con forceps para que pudiera bajarme de la moto. La vuelta, no, la vuelta la hacía relajada, disfrutando del fresquillo de la noche y de la velocidad y no sé si hasta yendo para los lados cual tente tieso, pero claro, eso era gracias al doping etílico, que si no de qué.
Esta vez no, esta vez ha sido ver la moto, y decirle, “chato, en cuanto contrates el seguro, tienes que darme una vuelta“, y os juro que me salió un tono que a mi misma me sorprendió un poquito y yo creo que el inti no tuvo del todo claro si hablaba en metáfora o en sentido literal, ni si para eso hacía falta que llevara el casco o no. Y es que tendríais que verla, toda fucsia metalizada, con líneas rojas (la verdad es que de lejos parece entre roja y granate), pero de cerca es única. Es la moto que yo hubiera elegido para mí. El inti, no, el inti que no se había percatado de lo fucsia del tono, ha dicho que en cuanto tenga un ratillo y ganas la pega un brochazo a un color más discreto y sufrido, (aunque creo que en su intimidad más intima a él también le gusta, porque es un hecho reconocido que él también es un hortera).
Desde entonces, fin de semana que surge, fin de semana que nos plantamos el casco, el culo en pompa, y hala, a comer millas. Que he descubierto que ni miedo ni nada, que a mi eso de tomar las curvas al ras, de adelantar los coches a mil por hora con absoluta libertad sin más limitación que la raya continua, de ver las 90 y las 100 millas por hora... (las millas están al cambio igual que el euro, aunque variando el tema de ceros: 60 millas = 100 Km). Eso de coger las rectas ausentes de vehículos y acelerar y acelerar y que el corazón se te haga elástico y en el despegue se quede una milla más atrás y luego te vuelva de golpe, a la boca y palpitante, a mi eso me encanta, y me hace ir con la sonrisa lela todo el viaje, que cuando me quito el casco todavía la tengo puesta y me duelen los dos carrillos de no haber podido cambiar el gesto en una hora.
Pues no termina aquí mi racha de suerte. Qué va. Tengo un compañero de profesión esta de las luces, que es de los que pese a ser unas veces competencia, otras proveedor y otras cliente, es amigo de los de confianza y aprecio sincero.
Con este amigo y sin embargo colega (en adelante F para abreviar), me he chupado varios viajes en los que vamos juntitos a visitar clientes. Dentro de su Land Rover Mil, hemos comentado nuestras reflexiones vitales, risillas e ironías, anécdotas de juventud... Y en los últimos años mi cambio de estado civil y recientemente el suyo.
Bueno pues este jueves pasado teníamos que asistir F y yo a una visita a un cliente bien petardo que tenemos y habíamos quedado en que pasaba por nuestra oficina a recogerme, como siempre, porque dice que no él no se monta en mi Luisi si puede evitarlo, que es padre de dos hijas y joven para morir. A la hora acordada suena el teléfono, descuelga Cruela, cuelga Cruela: “Irma, es F, que salgas, que dice que está el novio esperándote a la puerta del instituto” (el que está enfrente de nuestro trabajo, y al que solo nos atrevemos a acercar nuestros vehículos en época estival, cuando no contiene ni alumnos en vías de delincuencia ni policía en vías de detenerlos). Cojo el bolso y nos vamos C o mi Boss, y yo en dirección a la calle, él a comprar el periódico al quiosco del Tatchenko, y yo a subirme en el Land Rover Mil camino de mi calvario particular hecho cliente. Y no veo su coche, pero veo la cara de C o mi boss, pasando del morenote ciudad al blanco más lívido y luego al verde envidia. Achino los ojos para enfocar (no veo muy bien sin gafas, pero lo disimulo, porque dan mucho calor y pesan) y veo un cochecillo pequeñito y aplastado, descapotable pero con la capota puesta y veo a C o mi boss, dirigirse a él con pasos reverentes y despacito. Me acerco y aprecio que sentado dentro, sobre la tapicería toda de cuero roja (y no de escai negro con logos de Volkswagen) se encuentra F. C o mi boss, empieza a alabar el vehículo, a decir que “qué capricho, que él sólo cometería una locura para comprarse uno igualito”, y yo que cada vez ando más mimetizada con mi barrio popular y de clase pero que muy obrera, pensé que se trataba de un Smart Roadster, un coche que yo sé que a C o mi boss, le gusta mucho, y que de hecho ha alquilado alguna vez por puro gustito. Meto mi culo (y todo lo demás, naturalmente) dentro del coche y empiezo a pensar que tal vez no sea un Smart Roadster. Me callo y no opino para no parecer una ignorante. Entorno un ojillo hacia el volante, con miedo a comprobar que quizá, tal vez me esté equivocando, pero no: cuando fijo mi vista me encuentro con el pedazo escudo de Porsche ahí mismito, en todo el centro. Os juro que en ese momento, aunque hubiera querido, no hubiera podido hacer pis (vosotras me entendéis).
Nos despedimos de C o mi boss y de su cara verde que evidenciaba que por primera vez en su vida hubiera deseado ser gay o mujer objeto para poder ser él el digno de ser impresionado con el paseíllo que me esperaba a mi en el coche.
Enfilamos discretamente las calles que nos alejaban de mi barrio, y en cuanto pasamos a la zona desconocida, bajamos la capota, nos pusimos casi a 200 por hora y fuimos como locos por las radiales de Madrid, yo gritando de emoción (que es que no sé fingir ni un poquito). Nunca he sentido tanto que mi cliente no viviera un poquito más lejos (y he fantaseado largamente con esto), algo así como en Noruega o en Mongolia.
A mi vuelta a la oficina, con las piernas talmente flojas, el corazón latiendo al lado de mi úvula, y con nudos en el pelo del tamaño de un nido de cigüeña de la catedral de Ávila (parcela de mil metros, tres plantas y piscina), C o mi boss me ha llamado a conclave en su despacho, hemos cerrado la puerta, me he sentado a su mesa frente a él, con el resumen preparado detallado de la reunión comercial, aportando mis apreciaciones y todos los detalles técnicos: “Porsche Boxster, los números pasan de 100 a 150 y luego a 200... No por 110, 120, 130...”. Y tras compartir mi experiencia con quien mejor podía apreciarla, me he vuelto a mi mesa pensando que F nunca me había parecido antes ni tan atractivo ni tan divorciado. Perdón, divertido (¿en qué estaría yo pensando?).
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