Hace ya casi un mes que conduzco con regularidad, todos los días un poquito. Cada vez me aventuro un pelín más, y voy internándome en esta jungla de tráfico exuberante que es Madrid. Como las emociones son para los intrépidos, he asumido la máxima de que hasta donde llega el autobús también puedo llegar yo, como diría Buzz Lightyear (por citar a los grandes) “¡Hasta el infinito y mucho más!”.
Hace un par de semanas cobré un dinerillo extra (los atrasos del IPC) y decidí que tratándose de una cantidad pequeña, lo mejor era invertirlo en algo de lo más seguro: en mi. Es decir, me fui de shopping y lo hice a bordo de mi portaaviones con ruedas.
El autobús llega a los mismos sitios que mi coche, pero cambia la mecánica, conforme te acercas a destino, te levantas de tu asiento pulsas el interruptor rojo del timbre, el autobús se para, tú te bajas y a comprar. Con el coche tu sientes que te aproximas, que llegas, que ya estás, que te has pasado, y ningún sitio donde dejar el coche, nuevamente te aproximas, estás, estás... y te has vuelto a pasar. Finalmente no queda más que una posibilidad, ese riesgo que yo no quería asumir, esa aventura para hoy (como los ciegos): el PARKING.
Hace un par de semanas cobré un dinerillo extra (los atrasos del IPC) y decidí que tratándose de una cantidad pequeña, lo mejor era invertirlo en algo de lo más seguro: en mi. Es decir, me fui de shopping y lo hice a bordo de mi portaaviones con ruedas.
El autobús llega a los mismos sitios que mi coche, pero cambia la mecánica, conforme te acercas a destino, te levantas de tu asiento pulsas el interruptor rojo del timbre, el autobús se para, tú te bajas y a comprar. Con el coche tu sientes que te aproximas, que llegas, que ya estás, que te has pasado, y ningún sitio donde dejar el coche, nuevamente te aproximas, estás, estás... y te has vuelto a pasar. Finalmente no queda más que una posibilidad, ese riesgo que yo no quería asumir, esa aventura para hoy (como los ciegos): el PARKING.
Respirando profundo y acompasado como en las clases de preparación al parto, enfilé la rampa, muy hábil me coloqué a esa distancia justa que deja a dos milímetros de todo el retrovisor, y saqué el ticket sin tener que desabrocharme siquiera el cinturón de seguridad, a dios pongo por testigo, que parecía una profesional. Con las mismas, y con el ticket en la boca (como tantas veces he visto hacer), bajé la rampa y como si fuera magia, resulta que estaba en el sótano dos. Os aseguro que no sé como desapareció el primero. Pero como no hay bien que por mal no venga, atravesé cinco plazas vacías (y podrían haber sido 215) hasta dejarlo en un sitio que consideré adecuado. Me saqué el ticket de la boca, cerré mi coche, y más chula que un ocho me fui a darme mi gustito al cuerpo.
Mi enorme coche tiene un espacio brutal delante de mi asiento, totalmente desaprovechado que sirve para guardar el motor y un espacio brutal también llamado culo, donde cabe toda una planta del Corte Inglés. Un día haciendo cálculos, estimé que podía guardar tres cadáveres de humano medio estirado y con rigor mortis, y cuatro si los ponía doblados. Así que empujando un poquito, conseguí meter todas las bolsas dentro, y hala, de vuelta al hogar. El problema es que mientras yo había estado fuera habían llegado un montón de coches más, que por lo visto, tampoco habían encontrado el sótano primero, y sacar el coche en esas condiciones es otro tomate.
Como yo sé que todos, absolutamente todos han nacido sin coche y sin carnet, no me pongo nerviosa por maniobrar un poco más y un poco más despacio que todo el mundo. Son los demás lo que se estresan. Despacito y con buena letra, saqué el coche de mi plaza. Con las mismas enfilé la rampa, curiosa de saber si podría superarla en segunda o necesitaría cambiar a primera marcha. Qué orgullosa iba aguantando en segunda sin notar olor a quemadillo ni ensordecida por el ruido de las revoluciones, cuando, ¡CIELOS! De improviso, sibilinamente y a traición se me abalanzó encima la columna del garaje. Despacito, haciendo riiiiiiiis, me levanto toda la pintura de mi lateral derecho altura puerta pasajero, y además aboyó la chapa.
Varios conductores de coches próximos, metieron la cabeza entre los hombros, cerraron los ojos y enseñaron los dientes por el ladito de la boca que no tenían apretado. Con muchísima dignidad volví a ponerme el ticket en la boca (da un aire de experimentada en parkings, una imagen de “esta no es mi primera vez”), me hice a un lado, puse freno de mano, me bajé del coche, miré la avería, miré a la columna con cara, de “jó tía que faena, esta vez te perdono”. Consciente de que todo el mundo me miraba, me incorporé a la salida, saqué de nuevo el ticket de la boca, lo metí todo chupado en el tragador correspondiente, y me fui temiendo para mis adentros que mi amigo (íntimo) me vaya a enviar a mí, a la inversión segura, a la África más profunda en cuanto vuelva de sus vacaciones.
Mi enorme coche tiene un espacio brutal delante de mi asiento, totalmente desaprovechado que sirve para guardar el motor y un espacio brutal también llamado culo, donde cabe toda una planta del Corte Inglés. Un día haciendo cálculos, estimé que podía guardar tres cadáveres de humano medio estirado y con rigor mortis, y cuatro si los ponía doblados. Así que empujando un poquito, conseguí meter todas las bolsas dentro, y hala, de vuelta al hogar. El problema es que mientras yo había estado fuera habían llegado un montón de coches más, que por lo visto, tampoco habían encontrado el sótano primero, y sacar el coche en esas condiciones es otro tomate.
Como yo sé que todos, absolutamente todos han nacido sin coche y sin carnet, no me pongo nerviosa por maniobrar un poco más y un poco más despacio que todo el mundo. Son los demás lo que se estresan. Despacito y con buena letra, saqué el coche de mi plaza. Con las mismas enfilé la rampa, curiosa de saber si podría superarla en segunda o necesitaría cambiar a primera marcha. Qué orgullosa iba aguantando en segunda sin notar olor a quemadillo ni ensordecida por el ruido de las revoluciones, cuando, ¡CIELOS! De improviso, sibilinamente y a traición se me abalanzó encima la columna del garaje. Despacito, haciendo riiiiiiiis, me levanto toda la pintura de mi lateral derecho altura puerta pasajero, y además aboyó la chapa.
Varios conductores de coches próximos, metieron la cabeza entre los hombros, cerraron los ojos y enseñaron los dientes por el ladito de la boca que no tenían apretado. Con muchísima dignidad volví a ponerme el ticket en la boca (da un aire de experimentada en parkings, una imagen de “esta no es mi primera vez”), me hice a un lado, puse freno de mano, me bajé del coche, miré la avería, miré a la columna con cara, de “jó tía que faena, esta vez te perdono”. Consciente de que todo el mundo me miraba, me incorporé a la salida, saqué de nuevo el ticket de la boca, lo metí todo chupado en el tragador correspondiente, y me fui temiendo para mis adentros que mi amigo (íntimo) me vaya a enviar a mí, a la inversión segura, a la África más profunda en cuanto vuelva de sus vacaciones.
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