miércoles, 11 de octubre de 2006

DE ROTONDAS, SEMÁFOROS, FRENAZOS Y OTRAS HIERBAS

La hora del día en la que yo cojo el coche es esa en la que acaban de poner la calle, la luz del amanecer empieza a ganar terreno a la noche y las farolas siguen encendidas. A esa hora indecente en la que la cafeína todavía no ha hecho efecto, yo me meto en el coche con mi retoño y entre bostezos a coro de ambas, nos vamos al colegio.
Realmente el trayecto es el mismo cada día, a la misma hora y con los semáforos siempre en el mismo estado, el que está abierto siempre lo está y el que está cerrado pues también. Yo diría que hasta el atasco de coches lo hacemos poniéndonos siempre en nuestro propio orden: yo detrás del Megane negro, y delante del Peugeot rojo. Con esto quiero decir que esa es una conducción de lo más rutinaria, que mientras podría incluso, por poner un ejemplo, terminar de colocarme el flequillo con un pelín de laca.

Lo mismo ocurre con el trayecto de vuelta. Según salgo del cole, de la parte cubierta, que no del patio, me enciendo un cigarrillo, desafiando las miradas de educadores, padres ejemplares y niños bien enseñados, porque todos ellos saben que fumar mata, y que yo tengo poquísimas probabilidades de llegar a vieja porque las estadísticas juegan en contra si eres una mujer, estresada, mayor de treinta y sin pareja, ya que como decían en la película de revelador título “Nadie me quiere”: a partir de los treinta es más fácil sufrir un atentado que encontrar pareja, y una piensa, "pues vaya que no sé que prefiero". Como decía, me enciendo el cigarrillo en la puerta misma de las aulas pese a la hostilidad del ambiente, porque si no no me da tiempo a fumarlo, así de claro. Me meto en el coche, y mientras le pongo en marcha aparco mi cigarrillo en el cenicero cuajadito de colillas. El camino de vuelta es otro atasco ordenado, detrás del Megane negro y delante Peugeot rojo día tras día en el que intento encontrar algo en la radio, me como un chicle, pego un par de traguillos a mi botella de medio litro de Coca Cola Light y fumo lo que queda de mi cigarro, mientras voy conduciendo de memoria y sin terminar de despertarme, que eso lo hago más o menos sobre las diez de la mañana, a un par de horas vista de lo que estoy relatando.

El jueves pasado (un día en el que una está casi a ras de agotamiento porque ya lleva cuatro de plena actividad) hice una ligera variación de trayecto porque tenía que pasar por el cajero a sacar dinero. Así que en vez de torcer por donde tuerzo habitualmente seguí la calle hasta la rotonda entre chicle, radio, coca cola y cigarrillo. Entré en la rotonda superando en verde el primer semáforo. El siguiente me tocó en rojo. Esperé prudentemente sin quitar ojo del disco y con la mano en la palanca de cambios, porque mira que odio que me piten por salir lenta, y en cuanto se insinuó el verde salí pitando cambiando a segunda tan lanzada y concentrada en no ser la última que ni vi el semáforo siguiente y me lo salté con pértiga olímpica.

Justo en ese momento observé que de la otra calle con entrada perpendicular a la rotonda, en la cual había otro semáforo en un verde que hacía daño a los ojos, de esa misma, salía más disparado que yo un camión adentrándose temerario dispuesto a interferir cruzándose en mi camino. Como ya he dicho, yo no era consciente de mi salto desemáforo, así que aun menos había visto en qué color estaba (que resulta, por lo que deduje después que estaba en rojo), pero yo alucinando con mis reflejos y soltura pisé el freno a fondo (me sorprendió porque yo despistada y en tensión piso siempre el acelerador, nunca el freno, un vicio que me ha llevado más de una vez a dar gracias sinceras y con los ojos cerrados (otro mal vicio conduciendo, lo sé) a San Cristobal, ¡yo que soy una atea de lo más practicante!. La verdad, no sé como este coche está todavía tan entero).

Semejante frenada pegué que saltó todo lo saltable que tiene el coche de serie, ABS para empezar y medio abecedario más seguidito. Levanté los brazos haciendo gestos al camionero de a ver si miramos y puse cara, de “mira, está bien, porque no ha pasado nada, que si no te ibas a enterar”, el camionero por su parte había frenado con tantos reflejos como yo, y la caja con la carga casi adelantó a la cabina.

Se hizo el silencio en las bulliciosas calles de Madrid en hora punta. Solo se oía el repiqueteo de las pelotillas, duras como piedras, y chiquitinas como cañamones, del pobre camionero rebotando por el asfalto, durante una eternidad de tres o cuatro segundos, en los que de verdad que creo que se paró el mundo. Transcurrido este momento de trance, arranqué mi coche, lancé mi última mirada condescendiente al conductor del camión, seguí veinte metros más, aparqué el coche en doble fila y saqué dinero del cajero mientras me palpaba para asegurarme de que lo que rodaba por el asfalto eran realmente la pelotillas del pobre hombre y no las mías propias.

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